domingo, 16 de diciembre de 2018

La suegra de sí misma

De entre todas las mujeres que habitan este valle de lágrimas hay una que destaca por encima de las demás. Ella soporta mis payasadas con grandes dosis de dignidad, altruismo y abnegación. Una mujer que ejerce de compañera, amiga, terapeuta, chófer, cocinera, promotora, pero sobre todo, de madre. Una especie de mecenazgo material y espiritual que la convierte en la suegra de sí misma.

Algunas frutas nunca llegan a madurar, pasan directamente de verdes a podridas.
Supongo que todos los que nos aproximamos peligrosamente al síndrome de Peter Pan, adultos refractarios a la madurez, esperamos encontrar a nuestra Wendy. Porque las personas que padecen el síndrome de Wendy manifiestan una tendencia exagerada a cuidar y proteger a los demás. Pero la verdad es que nosotros dos estamos más cerca de Peggy y la rana Gustavo o de Perlita de Huelva y su marido enano que de los personajes de James Barrie.

Hay muchos ejemplos de parejas compuestas por hombres débiles e indolentes y mujeres abnegadas, pero quizás mi favorita es la que formaron el genial poeta Juan Ramón Jiménez y la simpar Zenobia Camprubí. Juan Ramón era un chico muy sensible y vulnerable que había estado ingresado en algunos sanatorios por su tendencia a la depresión y la neurosis. Zenobia era todo lo contrario: una chica brillante, activa y vital. Era hija de un ingeniero catalán y de una heredera portorriqueña. Poseía una gran cultura, hablaba varios idiomas y había estudiado literatura en la Universidad de Columbia. A los doce años ya había formado su primera sociedad mercantil con una amiga: "Las abejas industriosas".

Su primer contacto resulta revelador. En cierta ocasión Zenobia, que era una joven extremadamente sociable, acudió a una fiesta que organizaba un matrimonio norteamericano en un piso de Madrid. Resultó que al otro lado de la pared estaba la habitación que Juan Ramón Jiménez ocupaba en una pensión. Los americanos le hablaron a Zenobia de un extraño vecino, un joven poeta huraño que siempre se quejaba del ruido. Juan Ramón contaría más tarde que aquella noche se enamoró de Zenobia al escuchar su risa a través del tabique de su cuarto.

El poeta, al que algunos llamaban "el malvado capicúa", por sus por sus iniciales JRJ, su carácter hosco y su inclinación por el color malva, padecía hiperestesia, una sensibilidad extrema a ciertos estímulos. Hoy en día podría ser considerado un PAS: las personas altamente sensibles tienen cierta tendencia al aislamiento social, la indecisión, la sobrecarga sensorial, la exaltación emocional, la resistencia al cambio, la intolerancia al ruido, a las luces brillantes o a los tejidos asperos. Finalmente, Juan Ramón coincidió con Zenobia en una conferencia y reconoció su voz. Desde ese momento se obsesionó con ella y empezó a enviarle cientos de cartas. Ella se resistía y le acusaba de ser un desastre, un impertinente y un manirroto sin trabajo, pero acabó cediendo.

La madre de Zenobia, consciente del peligro que entrañaba esa relación, se embarcó con su hija rumbo a Nueva York. Pero, finalmente, el poeta las alcanzó y consiguió desposarse con Zenobia en los Estados Unidos. De vuelta en Madrid, Juan Ramón se recluyó en casa para escribir, aislado del mundo exterior en una habitación acolchada para evitar que el ruido llegara hasta él. Mientras, su esposa se entregaba a una actividad frenética: tradujo a Tagore, fundó instituciones beneficas como "Las enfermeras a domicilio", creó una sociedad para exportar artesanía española a Estados Unidos, subarrendó y acondicionó viviendas para turistas americanos y decoró hoteles. Negocios con los que conseguió salvar la mantrecha economía doméstica.

Cuando estalló la guerra civil en España el matrimonio se vio obligado a exiliarse. Zenobia organizó el traslado a Estados Unidos. Allí consiguió ser contratada como profesora en la Universidad de Maryland pero Juan Ramón no soportaba la vida en Estados Unidos, era incapaz de hablar inglés y sufrió varias crisis nerviosas. Ante esta situación, Zenobia renunció a su puesto y se trasladó con el flojo de su marido a Puerto Rico. Aunque ella padecía una grave enfermedad, seguía realizando traducciones, colaboraba con una universidad local y mecanografiaba la obra del poeta. Finalmente, Zenobia Camprubí falleció tres días después de que le concedieran el Nobel de Literatura a Juan Ramón Jiménez. Pero dejó dispuestas una serie de instrucciones para asegurar el bienestar de su esposo después de su muerte.

Un caso similar es el del escritor español (aunque nacionalizado británico) Arturo Barea y su esposa Ilse Kulcsar. Se conocieron en Madrid, durante la guerra civil española, cuando él dirigía el servicio de censura para la prensa extranjera. Gracias a ella pudieron abandonar el país para refugiarse en Inglaterra. Todas estas Wendys tienen una excepcional facilidad para expresarse en distintos idiomas (también la mía). Ilse consiguió trabajo como traductora para la BBC y, gracias a ella, Barea fue contratado para realizar una serie de emisiones radiofónicas destinadas al público hispanoamericano bajo el seudónimo de Juan de Castilla. En Inglaterra Barea escribió su obra más emblemática, "La forja de un rebelde", que fue transcrita del español al inglés por un traductor británico. Pero el resultado no fue del agrado de Barea, así que Ilse se tuvo que poner a la tarea de traducir por segunda vez el texto, casi mil páginas de trilogía autobiográfica. La versión inglesa de Ilse tuvo bastante éxito, incluso George Orwell elogió el libro. Años después, la emisión de las alocuciones radiofónicas de Arturo Barea en Hispanoamérica despertaron el interés de algunas editoriales. Cuando le propusieron al escritor publicar "La forja de un rebelde" en español, Barea se dio cuenta de que había perdido el original del texto. Así que la pobre Ilse se tuvo que poner de nuevo manos a la obra para traducir la monumental trilogía, ese auténtico mamotreto, de su propia versión inglesa al español.

A todas las "abejas industriosas" que protegen a sus zánganos de los rigores del mundo hostil les debemos gratitud.

domingo, 25 de noviembre de 2018

Se busca abuelo

Aunque la mayoría de los mamíferos nos parecen inofensivos, en casi la mitad de las especies de esta familia se han observado ataques letales entre congéneres. Dentro de los mamíferos los mayores niveles de violencia se dan entre las especies territoriales y las que viven en grupos sociales. Da la casualidad que los primates, nuestros antepasados, presentan ambos rasgos, lo que nos hace herederos de todo un legado de violencia. El asesinato, el canibalismo, la violación, la guerra o la xenofobia no son inventos humanos, ya estaban presentes en las sociedades de los primates. Quizás nuestro verdadero problema es que no hemos sabido elegir correctamente a nuestros abuelos.

Podemos empeñarnos en ser fieles pero, al final, siempre sale a relucir el mono que llevamos dentro. De hecho, la monogamia entre los mamíferos es muy infrecuente, sólo se da en el 3% de sus especies. En las sociedades de los primates, los machos dominantes forman harenes y se aparean con todas las hembras que se les ponen a tiro. Los mamíferos tienen una tendencia natural al machismo. En otras familias de animales, como las aves, el cuidado de las crías se reparte entre machos y hembras. En los mamíferos estas tareas recaen sobre todo en la madre, pues es la única que puede amamantar. Qué distintos seríamos si descendiéramos del noble pingüino, que se empareja de por vida y consagra su tiempo, en especial los machos, al cuidado de las crías.

Los primates son los mayores tramposos del reino animal, han descubierto el poder de la mentira y se sirven de ella para obtener ventajas y manipular a sus congéneres. Cuando los monos capuchinos consiguen algún alimento especialmente codiciado, los miembros del grupo comen en orden de jerarquía, los más poderosos primero. Ante el temor de quedarse sin comer, algunos prefieren no esperar su turno. Lanzan un grito de alerta para avisar del ataque de un depredador, los demás monos huyen para refugiarse y el mentiroso se come el botín.

Entre los chimpancés, nuestros antepasados más cercanos, también es habitual ocultar la verdad. Al igual que muchos sapiens practican la impostura en las redes sociales y sólo muestran los aspectos positivos de sus vidas, los chimpancés dominantes ocultan sus heridas y debilidades. Por ejemplo, aquellos que tienen los dientes desgastados, un signo de decadencia, los muestran menos y no gruñen tanto. Los sapiens hemos corregido y aumentado estas estrategias de nuestros abuelos hasta el infinito. La mentira, la manipulación de la información y la estafa no son creaciones humanas pero están omnipresentes en nuestras sociedades. La propaganda política, el marketing y la publicidad son expresiones de ello. Decir siempre la verdad es un comportamiento intolerable que sólo conduce al aislamiento. La mentira se ha convertido en un lubricante social que nos permite relacionarnos sin demasiadas fricciones.

Los chimpancés son animales shakespearianos. En ocasiones, los líderes de la manada emplean métodos despóticos para ejercer el poder mientras algunos miembros organizan conspiraciones para derrocarlos. La lucha por el poder, los conflictos y las tensiones a menudo degeneran en violencia ciega. Puestos a elegir un primate, mejor haber descendido de los bonobos, que solucionan las tensiones y los conflictos practicando sexo democrático, todos con todos.

Los chimpancés pasan parte de su tiempo jugando incluso cuando son adultos y, además, se entretienen observando jugar a otros. Los que demuestran mayor pericia en el juego son más respetados y agasajados. En otras palabras, han inventado el deporte. Además, son aficionados al onanismo y al consumo de plantas con principios psicoactivos. Han aprendido a activar sus circuitos de recompensa mediante la estimulación sexual y las drogas. No son esos simpáticos personajillos que solían aparecer disfrazados con atuendos humanos en los subproductos de la cultura pop de los ochenta sino unos abuelos bastante siniestros.

Si nuestros antepasados hubieran sido neardentales quizás nuestras sociedades serían más pacíficas y armoniosas. El Homo neardenthalensis era una especie humana que vivió en Eurasia hasta hace unos 30.000 años. Su aspecto era más rudo que el nuestro, siempre se le ha considerado una especie de primo tonto del Homo sapiens, hasta que recientemente se han descubierto algunas pruebas de su avanzada inteligencia. Los vestigios encontrados en sus antiguos asentamientos demuestran que eran seres altruistas que cuidaban de los individuos débiles o enfermos. Los neardentales se extinguieron cuando los sapiens llegaron a sus territorios, en teoría porque éstos, gracias a su inteligencia, tenían mayor capacidad de adaptación. Pero lo más probable es que los neardentales se extinguieran porque eran mejores personas, más generosas y menos violentas que los sapiens.

Quizás con otros abuelos las cosas habrían sido distintas:


domingo, 11 de noviembre de 2018

Toronjadas


Francisco Antonio Gómez Arreciado, más conocido como Paco Toronjo, fue un héroe del haiku andaluz, un campeón mundial del resentimiento amoroso y un célebre cantaor flamenco.

Aunque Toronjo es considerado de forma unánime la máxima figura del fandango de Huelva, comenzó cantando sevillanas con su hermano Pepe. Los hermanos Toronjo grabaron varios discos y popularizaron las sevillanas bíblicas, que abordaban pasajes del Antiguo Testamento para concluir con alguna moraleja:

Dalila infame
mientras Sansón dormía
los hilos de la fuerza, supo cortarle
Sirva de aviso
Sirva de aviso
que a mayor confianza
mayor peligro.

Absalón presumía de sus cabellos
que no los mejoraban ángeles bellos.
Sirva de aviso
Sirva de aviso
que sus cabellos fueron
su precipicio.

Cuando la hermosa Judith
mató a Holofernes
lo hizo con caricias
no con desdenes
Que las mujeres
dominan a los hombres
cuando ellas quieren.


Cuando su hermano falleció prematuramente, Paco abandonó las sevillanas para centrarse en los cantes onubenses. No obstante, en 1992, ya en el ocaso de su carrera, participó en "Sevillanas", la película de Carlos Saura, cantando con la voz cascada pero el genio intacto una de sus míticas sevillanas bíblicas.

Hay cierta controversia respecto al origen del maestro. Aunque según algunas fuentes nació en Alosno, la cuna del fandango de Huelva, en 1928, hay quienes aseguran que nació en Almendralejo, una localidad extremeña, durante un viaje de sus progenitores. Esta hipótesis viene avalada por un curioso fandango que el propio artista solía interpretar:

Qué culpita tengo yo,
de no saber del fandango,
yo nací en Almendralejo,
provincia de Badajoz,
¿por qué habré nacido tan lejos?

En el 2012, catorce años después de su muerte, se estrenó en Huelva "Don Paco, el musical", un espectáculo flamenco que narra algunos episodios dramáticos de la vida del cantaor. La pérdida de su madre, su hermano y un hijo, que murió a los 23 años por una sobredosis, marcaron profundamente a Toronjo. Uno de sus fandangos decía así:

Perdí lo que más quería.
Ya no tengo na que perdé.
He perdío a la mare mía,
a mi hermano y a un hijo mío también.
¡Qué golpes me ha dao la vida!


El fandango de Huelva es una especie de haiku, una composición breve formada por estrofas de cinco versos octosílabos y cantada a un compás de tres por cuatro. Aunque estos cantes proceden de un espacio geográfico muy limitado, los expertos han registrado más de 32 estilos o variantes entre los que destacan los fandangos de Alosno, los fandangos valientes, los de Almonaster o los de Valverde del Camino.

Paco Toronjo dominaba como nadie estos cantes populares que condujo con su voz profunda y rota a las cimas del desgarro emocional. Y no solo era un fabuloso intérprete sino que además componía sus propias letras. Una especie de resentimiento sentimental parece impregnar toda su obra. Las mujeres de sus fandangos son criaturas hermosas y fatales, los hombres sucumben ante ellas como insectos atraídos por el hechizo de la llama. Hay quien puede considerarlo una especie de misógino recalcitrante pero también hay mujeres que defienden apasionadamente su legado musical, como Martirio, la gran dama de la copla y sus fusiones. Las únicas que se libran de sus reproches son las madres (como si no fueran también mujeres) a las que atribuye todo tipo de virtudes morales.


Por lo que parece, Toronjo era bastante aficionado a mezclar el cante jondo con la noche y la bebida. Se decía de él que era capaz de cantar durante toda la madrugada sin repetir un solo fandango. También abundan en su repertorio la exaltación del terruño y la apología de la dipsomanía. Pero dejemos que el maestro se exprese por sí mismo:

Llega a tu casa rendía
toda la noche alternando
llega a tu casa rendía
tus niños van dispertando
los abrazas con alegría
después te duermes llorando

Por ti
tus hijos al acostarse
siempre preguntan por ti
hay que ver lo que me cuesta
tenerle yo que mentir
diciéndole que estás muerta

A mi madre
cómo quieres que te quiera
como yo quiero a mi madre
si mi madre a mí me dio
lo que tú quieres quitarme
la vergüenza y la razón

Debe de durar una madre
lo que dura una palmera
pa que siempre tenga el hombre
una mujer que le quiera
y que le llame por su nombre

El riego
vi a una flor que se moría
porque le faltaba el riego
le dije una alegría
yo voy a ser tu jardinero
solo por salvar tu vida

Toa mi vida estudiando
en el libro del querer
y no he podio aprender
me dijo un sabio llorando
nadie entiende a la mujer

Tanto me das que sufrir
que tu amor será mi muerte
aunque por ti he de morir
no puedo pasar sin verte
dime tú si esto es vivir

Se hizo la luz pa tus ojos
y tus ojos pa la luz
el sol para el cielo azul
para mi gusto tu antojo
para mi desgracia tú

Si tú quieres olvidarme
yo me voy a un cementerio
no quiero que tú me mates
que yo solito me muero
cuando tu querer me falte

Desde niño yo aprendí
el fandango de mi gente
tanto de ellos bebí
que yo me fui haciendo fuente
y ahora lo beben de mí

Yo he visto a un rico llorar
y maldecir su destino
y he visto a un pobre cantar
por una copa de vino
y una guitarra templá

Lo que piensen los demás
a mi me trae sin cuidao
el dinero que he gastao
a nadie le he pedio na
que yo lo había ganao

Échame amigo otra copa
no aguanto la madrugá
vengo con el alma rota
porque la quiero a rabiar
y con otra piel se roza

Me acuesto con el relente
y me despierto con frío
cuando me quedo dormío
ya "jartito" de aguardiente
ese lunes del Rocío

Del amor yo me reí
porque no lo conocía
y me enamoré de ti
para que llegara el día
que se rieran de mí

martes, 6 de noviembre de 2018

La biblioteca aleatoria


Yo había ido a la biblioteca para buscar algo de anestesia literaria. Estaba a punto de irme con las manos vacías (y sudorosas) cuando me fijé en un libro. Era "Los colores de nuestros recuerdos" de Michel Pastoureau, una mezcla de teoría cromática y libro de memorias. Aunque no me convencía mucho lo tome prestado y una vez en casa comencé a hojearlo. Advertí que dentro del libro había algo. Es habitual encontrar todo tipo de papeles en los libros: tarjetas, recibos, notas... Yo mismo suelo utilizar ciertos naipes para marcar las páginas y, en ocasiones, acaban en la biblioteca. Pero lo que había dentro de este libro era un décimo de lotería. No le di mayor importancia, la fecha del sorteo, grabada en el boleto, ya había pasado.

Pero unas horas más tarde me venció la curiosidad propia de nuestra naturaleza primate y acabé buscando el número del boleto en internet. Para mi sorpresa resultó estar premiado con veinte euros, una cifra muy modesta pero nada despreciable para mi magra economía. Estaba pensando en comprar algo, quizás un regalo, cuando me asaltaron algunas dudas morales. ¿No debería devolver el boleto a la biblioteca? Aunque yo no podía saber quién había comprado el billete, las bibliotecarias podrían localizar al anterior usuario que sacó el libro, que con toda seguridad sería el legítimo propietario. Tengo que reconocer que lo que me impulsó a devolver el boleto no fue tanto mi sentido del deber como la vanidad. Ya estaba fantaseando con la idea de convertirme en una especie de héroe ascético, en un campeón moral. Como esos taxistas que devuelven un maletín olvidado lleno de dinero, me veía siendo entrevistado por la prensa local y presentado como el último ciudadano íntegro en un mundo corrompido por el egoísmo y la codicia.

Al día siguiente, inflamado por estas ideas estrambóticas, me dirigí a la biblioteca con el boleto en el bolsillo. Pero resultó que ninguna de las bibliotecarias que yo conocía estaban presentes y decidí no devolver el billete de lotería. Me dije a mí mismo que no podía devolverlo a un bibliotecario desconocido pues, en ese caso, era más probable que el boleto no llegara al legítimo propietario y que el ladino funcionario lo acabara invirtiendo en libaciones alcohólicas. Me temo que el verdadero motivo era otro: devolverlo en ese momento me habría impedido lucirme ante las bibliotecarias que me conocían desde hacía tanto tiempo. No podía permitir que nadie me estropeara el egotrip.

Por lo que parece, estas empleadas estaban de vacaciones o habían cambiado el turno, así que el boleto siguió en mi bolsillo durante semanas de visitas frustradas. Hasta que un buen día, al entrar en la biblioteca, las vi sentadas tras el mostrador y comprendí que había llegado mi momento. Me aproximé lentamente, como hacen los héroes de las películas, saqué el boleto de lotería y expuse la situación. Yo esperaba que el tiempo se detuviera, que las bibliotecarias prorrumpieran en exclamaciones de júbilo y admiración, que los allí presentes aplaudieran emocionados y cayera confeti del cielo, pero en realidad no pasó nada de eso. La bibliotecaria a la que se lo entregué no mostró mucho interés, más bien fastidio por tener que buscar al propietario para llamarlo. Avergonzado por el fracaso de mi empresa, por el carácter ilusorio de mis pretensiones, me refugié en la planta superior de la biblioteca.


Cuando finalmente me decidí a bajar a la primera planta para volver a casa, la bibliotecaria me dirigió las siguientes palabras: "He llamado a la persona que sacó el libro antes que tú. No recordaba haberse dejado nada dentro del libro. Pero cuando le he dicho que era un boleto de lotería premiado, ha dicho que sí, que era suyo, y que vendría enseguida a recogerlo".

lunes, 29 de octubre de 2018

Una historia feliz

Un factor que contribuyó al pesimismo de toda una generación de niños fueron los tebeos de Mortadelo y Filemón. Estaban en todas las casas y los leíamos compulsivamente, pero las historietas de los célebres personajes de Ibáñez siempre terminaban mal. Tras una breve aventura culminada por alguna negligencia, la cosa solía acabar con el Super perseguiendo a Filemón, éste a Mortadelo y ambos al profesor Bacterio.

Una de las historias que más me marcaron fue la del Mundial del 78, que yo leí años después de su publicación. El argumento no tenía desperdicio: el presidente de la república del Mondongo quiere para su país el mundial de fútbol de 1978, pero la FIFA escoge como sede a Argentina y el malvado dictador africano, sediento de venganza, decide sabotear el mundial. Mortadelo y Filemón son enviados por la TIA para evitarlo, infiltrados en la selección española. El desenlace de la historia me dejó conmocionado. España llega a la final gracias, o a pesar, de los inventos del profesor Bacterio. En un momento del partido se desata una ola de violencia en el campo de juego que acaba con todos los jugadores expulsados menos Mortadelo. El partido está empatado y apenas quedan unos segundos para el final. Mortadelo se encuentra maltrecho y muy lejos de la portería rival, pero el profesor Bacterio le inyecta una sustancia que le proporciona una enorme potencia de disparo. La siguiente viñeta, que sigue grabada a fuego en mi mente, se eleva hasta las cumbres del fatalismo carpetobetónico: Mortadelo chuta con gran violencia y...


En contra de lo que se piensa, las historias felices en el cine, el teatro o la literatura son realmente escasas. No me refiero a historias con final feliz sino a relatos completamente felices. Si el mundo real es tan duro entonces cabría esperar que inventáramos historias más indulgentes para evadirnos. Pero no es así, nuestras ficciones están plagada de dificultades. La felicidad sólo llega tras superar toda suerte de problemas y tribulaciones. El dolor y el sufrimiento purifican al héroe haciéndolo digno del amor y la gloria.

Algunos conceptos actuales parecen abundar en esta idea. Como la famosa "zona de confort". Para poder aspirar al éxito ahora las personas deben renunciar a todo aquello que les proporcione una sensación de seguridad, control o certidumbre, abandonar los viejos hábitos y creencias para adentrarse en lo desconocido, es decir, deben salir de su zona de confort. La comodidad, el bienestar y la costumbre sólo conducen a la apatía y el estancamiento, el ámbito mental de los nuevos fracasados. Lo deseable es el cambio continuo, el triunfador es un mutante que convive con el miedo y la angustia fuera de su zona de seguridad. Se trata de una nueva forma de culto al sufrimiento.

En algunos países de tradición judeocristiana hemos aceptado el dolor y el sufrimiento como algo necesario, incluso conveniente, porque fortalece el carácter. El psiquiatra Luis Rojas Marcos sostiene lo contrario. Al tratar a pacientes que habían sufrido experiencias traumáticas comprobó que aquellos que habían sufrido traumas con anterioridad eran los que más dificultades tenían para recuperarse. La cantidad de sufrimiento que podemos soportar es finita.

Muchos consideran que la felicidad puede ser un obstáculo para el arte. A lo largo de la historia los grandes artistas y los creadores han mostrado cierta tendencia a la melancolía y los pensamientos oscuros. Estas almas en pena utilizan la creación artística para exorcizar sus demonios internos. Generalmente se espera que las personas felices no muestren tanta creatividad, no necesitan evadirse de la realidad a través del arte.

Yo no estoy muy de acuerdo con esa visión. Siempre he fantaseado con una historia en la que todo salga bien, una historia sin goles en propia meta, ni contratiempos de ninguna clase. En definitiva, una historia feliz al cien por cien, desde el principio hasta el final. Y todavía creo que ese relato perfecto, ese arte de la felicidad, es posible.

lunes, 22 de octubre de 2018

Los niños solipsistas


De pequeño, como tantos otros niños, era un consumado solipsista. El tiempo es una fuerza centrífuga, un viaje desde el núcleo del yo hasta sus periferias. Durante la infancia el mundo entero gira en torno a ti, las cosas y las personas no son más que satélites. Hasta que llegan los porrazos y te sacan del error. Los molestos “galileos” que refutan nuestras teorías egocéntricas. Al final, con los años, acabas en el extremo opuesto, convertido en un personaje secundario de tu propia vida.

Pero en aquellos tiempos remotos a veces pensaba que todos las personas, incluso las más cercanas, formaban parte de una gran mascarada, un complejo plan urdido con la única intención de engañarme. Observaba a la gente, esperando descubrir algún error, alguna fisura del sistema que revelara la impostura. Pero no los veía como farsantes, o actores de una comedia al estilo de “El show de Truman”, sino como proyecciones, autómatas en una simulación de la realidad. En el fondo esta creencia, común en algunos niños, es más racional de lo que parece: al fin y al cabo se supone que sólo tenemos pruebas de nuestra propia existencia.

Eso es precisamente el solipsismo, una doctrina filosófica que pone en duda la existencia real de todas las cosas, incluidas las personas, salvo la propia mente. Todo lo demás es considerado pura apariencia, construcciones mentales. Me gustaría pensar que con el tiempo he conseguido superar estas visiones egocéntricas, pero me temo que estoy muy lejos de hacerlo. De hecho creo que las he llevado un poco más lejos: ahora cuestiono el solipsismo porque creo que ni siquiera tenemos pruebas de nuestra propia existencia.

En ese aspecto he pasado del escepticismo cartesiano a las tesis de Hume. En sus meditaciones Descartes comienza cuestionando la existencia del mundo que le rodea. Todo puede ser mera apariencia pero al menos debe existir algo real, el sujeto que percibe y procesa ese universo engañoso, la substancia pensante que conocemos como el yo. David Hume no compartía esta perspectiva, la presencia de percepciones e ideas no implicaban para él la existencia de un sustrato pensante. El yo, según Hume, no es más que una ilusión creada por el flujo de impresiones y actos psíquicos.

Cuando por fin me había convencido de que el solipsismo no era más que una manía ridícula propia de infantes ensimismados, pensadores rancios y gente estreñida en general, descubrí que la física cuántica había comenzado a revelar un extraño mundo subjetivo en el que el observador puede llegar a alterar la estructura íntima de la realidad. Los sistemas físicos estudiados por la mecánica cuántica se encuentran en un estado indeterminado hasta que son “observados”, es decir, medidos o percibidos por alguien, y adquieren unas propiedades definidas. Algunos amigos del cuanto (ciertos físicos cuánticos) han desarrollado una visión radical en la que la realidad sólo se manifiesta cuando una mente consciente la observa. Algo que podemos considerar una nueva corriente solipsista. Por ejemplo, el prestigioso físico John Wheeler propuso una teoría en la que múltiples universos son engendrados, se desarrollan y acaban extinguiéndose. Cada universo cuenta con sus propios valores para las constantes físicas fundamentales, pero sólo aquellos cuyos valores permiten la formación de estrellas, planetas, vida y finalmente conciencia, pueden llegar a ser verdaderamente reales. En los demás universos las observaciones no son posibles y, por tanto, se encuentran reducidos a una existencia fantasmal, latente. Son algo así como la marca blanca de la realidad.

Por increíble que parezca algunos pensadores han conciliado el solipsismo con sus ideas religiosas. El obispo anglicano George Berkeley negaba la existencia de los objetos físicos, sostenía que sólo las percepciones y las ideas que se proyectan en nuestra mente son reales. Pero, en cambio, concebía la existencia de una mente infinita, Dios, que abarcaba todas las ideas y generaba las percepciones para las mentes finitas, nuestros humildes yoes.

El filósofo británico Bertrand Russell contaba la historia de una misiva que se ha hecho célebre: “Una vez recibí una carta de un lógico eminente, la señora Christine Ladd Franklin, diciendo que ella era solipsista y mostrándose sorprendida de que no hubiera otros solipsistas. Viniendo de un lógico, esta sorpresa me sorprendió”.

jueves, 18 de octubre de 2018

Tronistas y viceversos


El espacio televisivo que nos ha dado momentos de gloria. Cantera inagotable de nuevos talentos. Hogar espiritual del cani y la choni. El teatro de los sueños periféricos.

domingo, 14 de octubre de 2018

Las reglas del juego


Siempre que me siento a ver un partido me pongo un poco tenso. Me paso el tiempo pensando en cómo mejorar las reglas del juego y me olvido de todo lo demás. Pasarse la vida pensando en cómo podrían ser las cosas te impide disfrutar del mundo real.

El fútbol sería más interesante si se redujera la longitud del campo y el número de jugadores, si se eliminara el fuera de juego o sólo se permitiera tocar el balón con las piernas. Prohibir los remates de cabeza convertiría al fútbol en un deporte más inclusivo y seguro. Aunque sospecho que en el fondo esta idea me atrae por mi tendencia a la prohibición y mi escasa estatura.

Los finales ajustados en el baloncesto resultan desesperantes: el equipo que va perdiendo intenta detener continuamente el juego realizando faltas. Podría evitarse si cada falta personal que cometiera un equipo fuera sancionada con un tiro libre y posesión para el rival. Con esa medida ya no sería necesario realizar el recuento de las faltas realizadas por cada jugador.

Esta fijación por cambiar las reglas es un vestigio de la infancia. En efecto, siendo niño me pasaba más tiempo ideando nuevos juegos y elaborando sus reglas que jugando. Para desesperación de mis amigos, que tenían que probar aquellos extraños juegos repletos de intrincadas normas.

Esas costumbres cayeron en el olvido hasta que, muchos años después, me tropecé con un ordenador y empecé a recuperar los hábitos de la infancia. Mi primer juego informático fue creado en una hoja de cálculo, era una especie de ajedrez probabilístico muy rudimentario, pero supuso un estímulo para aprender a programar y abordar proyectos más interesantes. Desde entonces he desarrollado nuevos juegos informáticos, la mayoría, sencillos juegos geométricos o numéricos donde se parte de una situación caótica y hay que alcanzar el orden. Una expresión de mi temor a la segunda ley de la termodinámica: la entropía del universo tiende a aumentar.

La programación permite crear lo que anhelan los corazones despóticos: un entorno controlado que se rige por reglas bien definidas, tus propias normas expresadas en código fuente. Es un mundo cerrado y estable, donde no existen las excepciones ni las imperfecciones del mundo analógico, un lugar en el que las reglas siempre se cumplen. Pero el juego más estimulante consiste en crear un nuevo juego. Ese sería un proyecto interesante: una aplicación que permitiera diseñar nuevos juegos de manera sencilla y además ejecutarlos.


Recientemente he descubierto la existencia de una rama de las matemáticas llamada teoría de juegos. Fue desarrollada, entre otros, por el matemático estadounidense John Nash, cuya vida inspiró la película “Una mente maravillosa”. Esta teoría estudia una serie de juegos o conflictos de intereses entre competidores que se influyen mutuamente, para evaluar las mejores estrategias posibles. La teoría de juegos fue desarrollada inicialmente para la economía pero ha sido aplicada con éxito a otras disciplinas como la biología, la computación, la sociología o la estrategia militar. Curiosamente, uno de los tipos de juegos que estudian estas matemáticas son los “metagames”. Se trata de juegos en los que se busca encontrar el mejor conjunto de reglas posibles para otros juegos.

Tengo cierta fijación por las reglas del lenguaje. Con unos pequeños cambios el español sería un idioma menos ambiguo y más sencillo. Sería más fácil leerlo o escribirlo y se ahorraría mucho tiempo y espacio. García Márquez ya lo intentó en una ocasión y, a pesar de ser un  mito de las letras hispánicas, recibió una lluvia de críticas y descalificaciones por atreverse a cuestionar ciertos dogmas lingüísticos.

George Bernard Shaw, dramaturgo, crítico, polemista irlandés, gradualista fabiano y heroico partidario del amor platónico se negaba a seguir ciertas reglas ortográficas y sintácticas del idioma inglés. Era un verdadero reformista político y lingüístico. Consideraba que le alfabeto latino era inadecuado para escribir en inglés así que en su testamento destinó cierta suma de dinero para la creación de un alfabeto fonético con cuarenta símbolos. Tras su muerte se convocó un concurso que dio lugar a la creación del alfabeto shaviano, llamado así en su honor. Con los fondos del testamento se publicó la versión shaviana de su obra de teatro "Androcles y el león", pero cuando se acabó el dinero el alfabeto shaviano fue olvidado.

Estas son mis humildes propuestas para el español:

Sustituir las letras V y la W por la letra B: bida, batio.
Eliminar la H muda: uebo, edor.
Sustituir GE y GI por JE y JI: jimnasia, ajenda.
Sustituir GUE, GUI y GÜ por GE, GI y GU: ogera, gitarra, bilingue.
Sustituir CH por H: aha, ehizo.
Sustituir LL por Y y la Y final por I: cabayo, estoi.
Sustituir Q y K por C: ceso, cilo.
Sustituir CE y CI por ZE y ZI: zeniza, zinta.

De este modo podemos escribir impunemente que "la jimnasta bilingue cemó la gitarra en una ogera" o que "el cabayero abinagrado cortó un cilo de ceso con un aha".

Resulta inquietante comprobar que esa misma tendencia a la simplificación y la sistematización está en el origen de la neolengua, una variante del inglés que George Orwell introdujo en su novela “1984”. En la neolengua el vocabulario se reduce drásticamente y las formas irregulares desaparecen. El uso de prefijos permite eliminar sinónimos y antónimos, por ejemplo, se sustituye malo por “nobueno” o terrible por “dobleplusnobueno”. La misma palabra sirve como sustantivo o verbo y, al agregar sufijos, se obtienen adjetivos y adverbios (speed, speedfull, speedwise). Con ello se reduce la ambigüedad del lenguaje y se pierden matices o significados abiertos.

En la novela, Orwell explica que el Ingsoc, partido único que ejerce el poder totalitario en Oceanía, desarrolla la neolengua para evitar el “crimen de pensamiento”: al transformar y empobrecer el lenguaje pretende hacer imposible la expresión (e incluso la formación) de ideas contrarias a la doctrina oficial. El léxico se divide en tres grupos de vocabularios: el A contiene las palabras de uso común, el B los términos políticos, y el C las palabras técnicas.  El vocabulario B alberga nuevos términos, palabras compuestas o acrónimos, llenos de carga ideológica: bienpensar (ortodoxia política que sustituye palabras eliminadas como justicia o moralidad), sexocrimen (cualquier práctica sexual cuyo objetivo no sea la reproducción), o doblepensar (aceptar pensamientos contradictorios).


El lenguaje no es un sistema cerrado con normas rígidas, ni un instrumento neutro, sino una estructura orgánica que se adapta continuamente a nuestra visión del mundo y que, al cambiar, altera profundamente nuestra forma de interpretar la realidad. La mayoría de artefactos humanos también son sistemas complejos y dinámicos. Están llenos de excepciones, bucles infinitos e irregularidades. Soñar con cambiar las reglas del juego, con reescribir el código de la realidad, sólo conduce a la melancolía.

lunes, 8 de octubre de 2018

Lista Cronocínica

Las ciento y pico películas que más me gustan en orden cronológico:

1933. Sopa de ganso. Leo McCarey
1942. Casablanca. Michael Curtiz
1950. Eva al desnudo. Joseph Mankiewicz
1951. Un tranvía llamado Deseo. Elia Kazan
1952. Cautivos del mal. Vincente Minnelli
1954. La ventana indiscreta. Alfred Hitchcock
1955. Ordet. Carl Theodor Dreyer
1955. Al este del Edén. Elia Kazan
1958. El largo y cálido verano. Martin Ritt
1958. Horizontes de grandeza. William Wyler
1958. La gata sobre el tejado de zinc. Richard Brooks
1958. Vértigo. Alfred Hitchcock
1960. El apartamento. Billy Wilder
1961. El buscavidas. Robert Rossen
1961. Esplendor en la hierba. Elia Kazan
1962. El ángel exterminador. Luis Buñuel
1962. El hombre que mató a Liberty Valance. John Ford
1962. Jules y Jim. François Truffaut
1962. Matar a un ruiseñor. Robert Mulligan
1963. Irma la dulce. Billy Wilder
1966. La jauría humana. Arthur Penn
1967. El baile de los vampiros. Roman Polanski
1967. Los productores. Mel Brooks
1967. Sola en la oscuridad. Terence Young
1968. 2001: Una odisea del espacio. Stanley Kubrick
1969. Danzad, danzad, malditos. Sydney Pollack
1969. La leyenda de la ciudad sin nombre. Joshua Logan
1972. La huella. Joseph L. Mankiewicz
1972. La huida. Sam Peckinpah
1972. Las aventuras de Jeremiah Johnson. Sydney Pollack
1973. El golpe. George Roy Hill
1973. Secretos de un matrimonio. Ingmar Bergman
1974. Chinatown. Roman Polanski
1974. El Padrino II. Francis Ford Coppola
1975. La última noche de Boris Grushenko. Woody Allen
1976. Network. Sidney Lumet
1977. Cabeza borradora. David Lynch
1977. Noche de estreno. John Cassavetes
1978. Grease. Randal Kleiser
1979. Alien, el octavo pasajero. Ridley Scott
1979. Apocalypse Now. Francis Ford Coppola
1980. La terraza. Ettore Scola
1981. Excalibur. John Boorman
1982. Blade Runner. Ridley Scott
1984. Amadeus. Milos Forman
1986, Terrorífica luna de miel. Gene Wilder
1987. Intervista. Federico Fellini
1988. Akira. Katsuhiro Ôtomo
1989. El turista accidental. Lawrence Kasdam
1990. Los timadores. Stephen Frears
1990. Uno de los nuestros. Martin Scorsese
1990. Joe contra el volcán. John Patrick Shanley
1992. Glengarry Glen Ross. James Foley
1992. Leolo. Jean-Claude Lauzon
1992. Herida. Louis Malle
1993. Atrapado en el tiempo. Harold Ramis
1993. Atrapado por su pasado. Brian De Palma
1993. Azul. Krzysztof Kieslowski
1993. Caro diario. Nanni Moretti
1993. La edad de la inocencia. Martin Scorsese
1994. Cadena perpetua. Frank Darabont
1994. Exótica. Atom Egoyan
1994. Posibilidad de escape. Paul Schrader
1994. Pulp fiction. Quentin Tarantino
1996. Crash. David Cronenberg
1996. Tierra. Julio Medem
1997. Carretera perdida. David Lynch
1997. El dulce porvenir. Atom Egoyan
1997. The Game. David Fincher
1998. Academia Rushmore. Wes Anderson
1998. Algo pasa con Mary. Peter Farrelly, Bobby Farrelly
1998. El chico ideal. Frank Coraci
1998. Los idiotas. Lars Von Trier
1999. El club de la lucha. David Fincher
1999. Magnolia. Paul Thomas Anderson
2000. El protegido. M. Night Shyamalan
2000. Réquiem por un sueño. Darren Aronofsky
2001. Donnie Darko. Richard Kelly
2001. El viaje de Chihiro. Hayao Miyazaki
2001. Inteligencia artificial. Steven Spielberg
2002. Ciudad de Dios. Fernando Meirelles
2002. Spyder. David Cronenberg
2003. Dogville. Lars Von Trier
2003. Mystic River. Clint Eastwood
2003. Casa de arena y niebla. Vadim Perelman
2004. Closer. Mike Nichols
2006. La ciencia del sueño. Michel Gondry
2007. Tropa de élite. José Padilha
2007. Zodiac. David Fincher
2009. La cinta blanca. Michael Haneke
2009. Watchmen. Zack Snyder
2010. Origen. Christopher Nolan
2012. El lado bueno de las cosas. David O. Russell
2012. La caza. Thomas Vinterberg
2012. Frances Ha. Noah Baumbach
2013. Her. Spike Jonze
2013. La gran belleza. Paolo Sorrentino
2014. Birdman. Alejandro González Iñárritu
2014. Ex machina. Alex Garland
2014. Interstellar. Christopher Nolan
2015. Mad Max: Furia en la carretera. George Miller
2016. Al filo de los diecisiete. Kelly Fremon
2016. La llegada. Denis Villeneuve
2018. Isla de perros. Wes Anderson

jueves, 4 de octubre de 2018

Entrañables melenudos

"Prominence and Demise" no es un disco para todo el mundo. Fue publicado en 2007 y es el cuarto album de la banda noruega Winds, un supergrupo de virtuosos metaleros progresivos.

Pero este disco me ha trasportado a mis años de jevi preadolescente, cuando escuchaba artistas tan lisérgicos como King Diamond y entrañables melenudos me prestaban sus cintas TDK.

Los discos que escucho ahora son sin duda más sofisticados, pero también más áridos y pretenciosos. Carecen del candor, el virtuosismo, las letras risibles y las terroríficas portadas de aquellos.

"Prominence and Demise" es un album de heavy metal neoclásico, extraordinariamente intrincado, hortera y grandilocuente pero genial a su nórdica manera. Un complejo vitamínico para jevis trasnochados, melancólicos y alopécicos.

El líder de Winds es Andy Winter, un pianista de conservatorio, que aporta su toque clásico a lo Richard Clayderman o Luis Cobos, convirtiendo el disco en un objeto aún más barroco y maximalista. Las letras de Winter están impregnadas de una especie de oscuro existencialismo cósmico. Una mezcla curiosa, un conjunto abigarrado que, de alguna inconcebible manera, funciona.

No es un disco que entre a la primera. Son necesarias unas cuantas escuchas para captar los detalles de su compleja estructura. Al principio no me lo tomé muy en serio, pero despertó en mí cierta curiosidad que, tras varias sesiones, se convirtió en interés y, finalmente, en veneración.


Mis viejas cintas reclaman el derecho a la nostalgia, el jevi y la decadencia.

domingo, 30 de septiembre de 2018

Utopista hacia el cielo


A lo largo de la historia insignes pensadores e ingenuos idealistas han concebido todo tipo de paraísos terrenales y sociedades idílicas. La República de Platón, la Utopía de Tomás Moro o la Nueva Atlántida de Francis Bacon son algunos ejemplos.

A estos fantasiosos utopistas se les suele reprochar cierta visión angelical del ser humano o la simplicidad de sus comunidades cerradas y estáticas, tan alejadas de la complejidad y el dinamismo de las sociedades reales. A menudo las utopías resultan más útiles para comprender las peculiaridades del autor y su contexto histórico que para encontrar soluciones viables a los problemas de la sociedad. En las raras ocasiones en que se ha intentado seriamente llevar a la práctica estos ideales, las comunidades utópicas han resultado, en el mejor de los casos, un fracaso y, en el peor, un baño de sangre.

Los Falansterios inspirados por Charles Fourier o la ciudad Nueva Armonía fundada por Robert Owen, fueron breves experimentos desarrollados por socialistas utópicos en el siglo XIX, intentos fallidos de crear comunidades rurales igualitarias y autosuficientes, pero también el origen de las modernas cooperativas agrícolas o los Kibutz. En estas explotaciones israelíes la propiedad de los cultivos y los bienes es colectiva, los salarios se establecen en función de las necesidades de sus miembros, los puestos de responsabilidad son rotativos y las decisiones se toman democráticamente.

El fracaso de la utopía en siglo XX condujo a una nueva era de escepticismo y al advenimiento de su reverso oscuro, la distopía. A menudo, las distopías resultan más interesantes que sus ingenuas primas y proponen una visión de la condición humana más profunda y compleja: “Nosotros” de Evgueni Zamiatin, “1984” de George Orwell, “Un mundo felíz” de Aldous Huxley, “Fahrenheit 451” de Ray Bradbury…


Kurt Vonnegut alcanzó las más altas cotas del género con novelas como "La pianola", “Cuna de gato”, “Payasadas “ o “Galápagos”, en las que el escepticismo, el humor negro, el ingenio y el rigor científico componen deslumbrantes paisajes distópicos. Hoy la distopía prolifera mientras la utopía languidece. El arte y la felicidad son malos compañeros de viaje, en nuestro mundo siempre es más fácil encontrar inspiración para alguna pesadilla colectiva que soñar con una nueva Arcadia.

La antigua Arcadia era un lugar idílico que, según la mitología griega, estaba habitado por felices pastorcillos en armonía con los espíritus de la naturaleza. Este tema ha inspirado a multitud de artistas, desde Virgilio hasta Cervantes, y pudo influir en la formación del ideal utópico. En el fondo, la bucólica Arcadia representa lo opuesto a la idea de civilización e ingeniería social que promueve el pensamiento utópico.

El concepto de paraíso terrenal fue corregido y ampliado por algunos utopistas cristianos. Agustín de Hipona, más conocido como San Agustín, escribió en el siglo XV “La ciudad de Dios”. Describe un mundo en el que conviven dos ciudades mezcladas: la de los hombres, corrompida por el pecado y el paganismo, y la de Dios, un santuario utópico destinado a la vida espiritual. San Agustín advierte a los impíos que la ciudad celestial acabará imponiéndose a la ciudad pagana tras el juicio final.

En 1825 fue publicado “El nuevo cristianismo” de Henri de Saint-Simon. Este conde francés propuso una especie de utopía industrial que permitiría a los verdaderos cristianos erradicar las iniquidades de la “anarquía capitalista”. En este modelo el poder es asumido por los “industriales” productivos, agricultores, obreros y negociantes dirigidos por sus patronos, desplazando a los ociosos improductivos: el clero, la nobleza y los burócratas. Tras su muerte, Saint-Simon se convirtió en el mesías de un nuevo movimiento pseudorreligioso, el sansimonismo, que propugnaba una especie de socialismo elitista, no igualitario, y que influyó en algunos pensadores como Karl Marx.

Cuando las ideas utópicas se mezclan con ingredientes espirituales y personajes mesiánicos, los paraísos terrenales pueden convertirse en un verdadero infierno. La ciudad de Rajnishpuram, fundada en Oregon por un gurú indio y sus seguidores, los neo-sanniasins, en 1980, contaba con sus propios restaurantes, escuelas, teatros, cuerpo de policía y bomberos. Aunque en un principio sus habitantes se dedicaron a la construcción, la agricultura, la espiritualidad y el amor libre, tras años de lucha por el poder y enfrentamientos con las autoridades, acabaron en una escalada armamentística que les condujo al espionaje, el intento de asesinato y los ataques bioterroristas.

Los ideales utópicos poseen tal poder de fascinación que pueden convertir a sus seguidores en fanáticos dispuestos a sacrificarlo todo y a reprimir cualquier disensión. A menudo, acaban atacando a las mismas personas que pretendían salvar con su nueva verdad revelada. “La Costa de los Mosquitos” es una parábola de esa tendencia despótica del utopismo. En esta novela de Paul Theroux, un visionario inventor estadounidense, cansado del estilo de vida burgués, arrastra a su familia a una selva hondureña para fundar una pequeña comunidad utópica, donde sus delirios causarán estragos.

Uno de los mayores críticos del pensamiento utópico fue Karl Popper. En “La sociedad abierta y sus enemigos” ataca los modelos sociales de Platón, Hegel y Marx. Popper distingue entre dos formas de ingeniería social: la utópica, que propone una sociedad ideal junto a los medios para alcanzarla, y la fragmentaria, que se limita a detectar deficiencias en la sociedad real e impulsa reformas para paliarlas. Según Popper la ingeniería utópica conduce a sistemas totalitarios en los que la libertad individual es sacrificada en aras de los ideales colectivos. Sólo la ingeniería fragmentaria puede conducir al progreso y a sociedades abiertas: democráticas y liberales. A pesar de todo, las ideas utópicas siguen resultando atractivas porque, según Popper, en las sociedades abiertas los individuos no pueden refugiarse en lo colectivo, lo que él denomina el espíritu de la tribu, y se ven obligados a ejercer su libertad, cargando con el peso de su propio destino.

De ser cierto, ésto explicaría porqué a los flojos y débiles de espíritu, el pensamiento utópico (y el distópico) nos resulta tan atractivo. La utopía está en decadencia. Quizás porque nos faltan los ingredientes más importantes de la receta utópica: la ingenuidad y el optimismo. Las nuevas ideas humanistas del Renacimiento inspiraron a Tomás Moro para concebir la isla de Utopía. Los hallazgos científicos de su tiempo impulsaron a Fracis Bacon a crear su Nueva Atlántida. El optimismo de una época engendró estas obras que a su vez engendraron más optimismo e inspiraron a muchas personas. A pesar de todo, necesitamos nuevas utopías.

"Utopia", tema extraído del album "Future Politics" de Austra

jueves, 27 de septiembre de 2018

Soldado de firmamento


El aeronauta se eleva
en el cielo aleatorio
de la oscura ciudadela
por la travesía infinita
doblemente resuelta
en curvatura celeste
en geometría del tiempo
cúpulas incandescentes
soldado de firmamento

miércoles, 19 de septiembre de 2018

Animalillos melancólicos


El wombat es un marsupial que posee el aspecto de un oso diminuto o de un roedor gigante. Aunque es capaz de moverse con rapidez, tiene cierta tendencia a la molicie, el recogimiento y la lentitud. Las crías de wombat se resisten a abandonar el marsupio o la madriguera, consideran con gran acierto que el mundo exterior es un lugar hostil, y tienen la sana costumbre de ingerir los excrementos de sus madres para mejorar su flora intestinal. Estas criaturas nunca tienen prisa, tardan catorce días en digerir los alimentos, tras los cuales producen unos curiosos excrementos en forma de cubo, algo insólito en el reino animal. Las heces cúbicas tienen la ventaja de no rodar, lo que permite a los wombats colocarlas sobre las piedras y las ramas para marcar sus itinerarios olfativos. Como los célebres huevos cúbicos apilables que desencadenan una epidemia totalitaria en “Los Cabecicubos”, la distópica historieta de Superlópez. El wombat es un peluche melancólico de costuras invisibles, un cubista escatológico, esquivo y crepuscular.




El pangolín es el único mamífero que tiene el cuerpo cubierto de escamas. Posee una lengua extremadamente larga que surge de la pelvis y le permite alimentarse de hormigas y termitas. Las escamas de queratina le confieren un aspecto a medio camino entre un dinosaurio y una alcachofa (aunque las hembras se parecen más a una piña con pechos). Este animal tiene la costumbre de trasladarse sobre dos patas y cuando duerme o se siente amenazado se enrolla sobre sí mismo como una cochinilla, formando una especie de espiral acorazada. Para defenderse utiliza sus escamas de bordes afilados y una glándula situada en la zona posterior del cuerpo que produce fragancias pestilentes. Los caminos de la evolución son inescrutables y de vez en cuando conducen a marcianillos entrañables como nuestro amigo el pangolín.



Gunter, el mayordomo del Rey Hielo

Cierto explorador de la Antártida dijo en una ocasión: “En términos generales no creo que haya nadie en la Tierra que lo pase peor que un pingüino emperador”.

Estos animalillos recorren alrededor de cien kilómetros por tierra a paso de tortuga para alcanzar sus lugares de cría en la Antártida y, al contrario que otras especies, eligen lo más crudo del invierno para reproducirse. Mientras otros animales circulan por las cómodas autopistas evolutivas, el pingüino emperador prefiere las carreteras comarcales y los caminos de cabras de la naturaleza.

Estos pingüinos son estrictamente monógamos. Aunque en las colonias de cría se reúnen miles de individuos y las posibilidades de promiscuidad sexual y desenfreno son infinitas, nuestros héroes se mantienen fieles a sus parejas de por vida. La hembra pone un único huevo que confía al macho mientras ella vuelve al océano en busca de alimento. Durante los dos meses que están ausentes las madres, los machos deben cuidar primero el huevo y luego el polluelo sin disponer de alimento y soportando temperaturas de hasta 50ºC bajo cero. Para poder sobrevivir y mantener los huevos calientes durante el invierno ártico (su temperatura corporal es de 39ºC) se apretujan formando grupos compactos y se turnan para ocupar las zonas del centro y el exterior.

Los machos del emperador son padres abnegados que mantienen a sus polluelos protegidos en todo momento entre el plumaje de sus patas. Este instinto de protección es tan fuerte que en ocasiones, cuando un padre pierde un huevo o un polluelo, lo sustituye por una bola de nieve que sigue cuidando como si se tratara de su verdadero hijo.

Cuando, finalmente, las hembras vuelven del océano con el estómago lleno de peces, los machos están al borde de la inanición y la hipotermia. Cada oveja busca a su pareja pero si el polluelo no ha sobrevivido la hembra ignorará a su macho y elegirá a otro compañero. Es frecuente ver a los machos abandonados, desolados por la pérdida del hijo e incapaces de comprender el rechazo, siguiendo por todas partes a su expareja mientras ella busca un candidato más apto para su progenie.

Todo mi respeto para este admirable animalillo de andares charlotescos, melancólico morador del lugar más bello e inhóspito del planeta, payaso trágico y héroe legendario del frío y la tristeza.

domingo, 16 de septiembre de 2018

Malas decisiones, peores soluciones

Hace unos meses se me estropeó un estupendo televisor LED que tenía menos de tres años. Me hubiera gustado culpar a la obsolescencia programada, pero creo que su prematura avería se debió a mi forma compulsiva de cambiar de canal. Enciendo la tele y no encuentro nada que me guste. Me pongo a cambiar de canal y cuando llego al enésimo ya se me ha olvidado lo que había en los anteriores. Entonces vuelvo al punto de partida y el ciclo se repite. Al final no veo nada, todo se reduce a un eterno retorno de lo idéntico, pero cualquier cosa es mejor que apagar la tele y tener que enfrentarse a la realidad.

Cuando mi televisor se estropeó llamé a mi amigo Alfonso para que me acompañara a comprar uno nuevo y traerlo a casa en su coche. El día que teníamos previsto hacerlo, Alfonso me dijo que tenía que llevar a su madre a urgencias y no podría acompañarme. Así que me fui al hipermercado, compré un televisor y pagué 15 euros adicionales para que me lo trajeran a casa unos días después.

De vuelta en el hogar, trasladé la tele averiada para dejar sitio a la nueva, y entonces hice lo que nunca se debe hacer en estos casos. Una especie de atracción por el abismo, la misma que siente el insecto por la llama, me impulsó a conectar la tele rota que, volviendo de entre los muertos, se puso a funcionar tan alegremente. Sometida a múltiples pruebas, su respuesta fue impecable. Así que volví al hipermercado para deshacer la compra y me devolvieron el coste del aparato, pero se negaron a reintegrarme los 15 euros del traslado, aunque la tele no se había movido un milímetro de donde estaba. Cuando regresé a casa volví a conectar mi televisor resucitado y en media hora volvió a estropearse, esta vez para siempre. Justo entonces me llamó Alfonso para decirme que al final su madre no tenía nada y que me podía llevar al hipermercado. Allí nos fuimos y, a pesar del sentimiento de verguenza e ignominia, volví a comprar la misma televisión.

Puede que Alfonso tenga sus defectos, a veces su conducta resulta un tanto desconcertante, pero es una persona altruista, siempre dispuesta a ayudar a los demás sin esperar nada a cambio. Sus compañeros del trabajo lo saben y algunos se aprovechan de su generosidad. Una de sus compañeras le pidió dinero varias veces y nunca llegó a devolvérselo todo, porque un tiempo después abandonó el trabajo y Alfonso no volvió a tener noticias suyas. Hasta que un año después recibió un inesperado mensaje en su teléfono. En el mensaje la chica le volvía a pedir dinero. En un principio Alfonso decidió no contestar, pero después del primer mensaje llegaron muchos otros, cada vez más apremiantes. Ante tal insistencia, Alfonso se vio obligado a dar una respuesta. De entre los miles de mensajes posibles, decidió enviar el más extraño de todos. Decía lo siguiente: “Soy el hermano de Alfonso. Siento comunicarte que Alfonso ha fallecido en un accidente de tráfico”. La excompañera contestó con un mensaje en el que lamentaba su pérdida y le pedía disculpas por haberle molestado. A pesar de todo el surrealismo, la cosa parecía haber funcionado, pero unos días después apareció un nuevo mensaje: “Siento lo de tu hermano, pero Alfonso me debía 2000 euros y los necesito cuanto antes”. El pobre Alfonso no daba crédito (perdón por el chiste), en realidad era ella la que todavía le debía dinero. Se había convertido en víctima de su propio cainismo. En los siguientes días los mensajes de la chica pasaron del tono plañidero a las amenazas y el ultimátum. Si no le ingresaba la cantidad que pedía, su novio lo buscaría y cobraría la deuda por las malas.


Otro ejemplo del altruismo surreal de Alfonso: me regaló este cubo de comida para cobayas lleno de cedés trasnochados de los noventa, como éste de Transvision Vamp.

sábado, 8 de septiembre de 2018

Vehículos contradictorios


Un concentrado catastrófico. El compendio de todos los males de una época oscura. Un enemigo del pueblo. La causa y el resultado de todos los pecados de nuestra civilización. Me refiero a esas cajas de Pandora con ruedas: los automóviles.

¿Por qué emplear términos tan negativos?

Porque nuestra cultura ha convertido el coche en el símbolo espiritual de su fe en la libertad individual. Un concepto aterrador para algunos de nosotros. Poder desplazarte donde quieras y cuando quieras, no estar limitado por los itinerarios de la vida colectiva, resulta inquietante para los escépticos de la libertad.

Porque ha marginado a las personas en los espacios públicos. Las carreteras y las calzadas ocupan el centro de las calles, relegando al peatón a los estrechos márgenes de las aceras. El coche ocupa el corazón geométrico de la ciudad y tiene preferencia de paso, interponiendo un millar de obstáculos en el camino del marginal viandante.

Porque hemos adoptado una tecnología de transporte peligrosa antes de contar con los medios necesarios para controlarla, sacrificando en el proceso a millones de personas.

Porque el coche envilece el mundo material y también el espiritual. Envenena el cuerpo con gases  y atormenta el alma con ruidos. La contaminación que produce sigue aumentando porque, a pesar del desarrollo de motores más eficientes y la tímida irrupción del coche eléctrico, en las economías emergentes la noble bicicleta está siendo sustituida por automóviles a un ritmo frenético.


Porque son enemigos de la literatura. Muchas personas se marean al intentar leer en un coche. Este mareo procede de la discrepancia de nuestros sentidos: los ojos al concentrarse en el libro indican al cerebro que nos encontramos inmóviles, mientras que el oído interno registra los movimientos del automóvil. Se trata de vehículos mentirosos que intentan engañarnos: el desconcierto sensorial resultante es procesado en el cerebro y se traduce en mareo, desorientación y náuseas. Esto no ocurre en el noble ferrocarril, más tolerante con la cultura escrita.

Porque los problemas de tráfico, aparcamiento y contaminación hacen ineludible una reducción de tamaño, pero cada año se fabrican automóviles más grandes. Las ventas de los SUV se disparan y los nuevos modelos superan en centímetros a sus predecesores en una imparable escalada, una carrera armamentística para determinar quién la tiene más grande.

Porque el coche supone una involución histórica. A los humanos nos llevó miles de años alcanzar la revolución neolítica, el momento crucial en el que superamos el primitivo nomadismo de los cazadores recolectores gracias al descubrimiento de la agricultura y la ganadería. El noble sedentarismo permitió el desarrollo imparable de la cultura humana hasta que la irrupción del automóvil comenzó a revertir el proceso. El coche nos reduce a la condición de primitivos y anacrónicos nómadas.

Yo procedo de una estirpe de grandes sedentarios. Mi bisabuelo, agricultor y carbonero, vivía en una casa en mitad del campo. Para desesperación de su mujer, este señor se negaba en redondo a abandonar el terruño. Ella le pedía que la llevara al pueblo, a las fiestas o a la romería, pero el noble sedentario rechazaba tales pretensiones. Un día, al volver de los campos de labor, mi bisabuelo divisó una pareja que huía al galope. Ella no era otra que su esposa, que abandonaba el hogar conyugal (y a sus hijos) para no volver. Preso de la ira, mi ilustre antepasado buscó su escopeta para disparar al jinete, pero el gatillo se le enganchó en los sarmientos de una vid y casi se voló la cabeza. Este hombre marcó las siguientes generaciones de la familia: algunos de nosotros hemos heredado su tendencia al sedentarismo y al fracaso sentimental.

Porque el cine, la televisión y la publicidad han convertido al automóvil en un objeto místico, un icono de la cultura moderna, un poderoso símbolo de las sociedades organizadas en torno al consumo.

Porque nos confiere la engañosa sensación de controlar nuestro destino. Cuando, en realidad, el mundo es un lugar caótico y estamos sometidos en todo momento a los caprichos de la teoría de la complejidad.

Y sobre todo porque cuando alguien adquiere su primer automóvil abandona para siempre los dominios de la inocencia y se convierte en miembro del siniestro club de los adultos. Condición necesaria para poder enfrentarse con los préstamos bancarios, los impuestos de circulación, los seguros, los atascos, las averías, los taimados mecánicos, la lucha por el aparcamiento, las multas y los conflictos entre conductores.

A pesar de todo ello y, aunque no tengo coche ni permiso de conducir, debo reconocer mi secreto e inconfesable amor por los automóviles.

Desde muy pequeño comencé a sentir fascinación por ellos. Lo primero que dibujé fueron coches. Descubrí la tercera dimensión  añadiendo profundidad al contorno plano de un automóvil. Me pasaba las tardes viendo "El coche fantástico" y jugando al Scalextric en casa de un amigo. Conocía todas las marcas y los modelos de coches. A veces me sentaba ante una ventana, equipado con un cuaderno y un reloj: apuntaba todos los modelos que pasaban por delante de casa durante un tiempo establecido para elaborar gráficos y estadísticas con los resultados.

Debo confesar que en ciertos comercios y bibliotecas ojeo subrepticiamente las revistas de coches como si se tratara de pornografía, que en los últimos años he visitado varias veces el salón del automóvil de mi ciudad como quien visita un museo y me he montado en algunos de los coches expuestos con una sonrisa en los labios y la ilusión de un niño. Debo admitir también que hace unos años me compré una consola de videojuegos que he utilizado exclusivamente con simuladores de conducción. Que yo mismo he programado rudimentarios juegos de coches para entregarme a mi inconfesable vicio. Uno de los juegos que desarrollé te permite conducir durante horas por una carretera esquemática e infinita que se va generando aleatoriamente a medida que la recorres. Y por último debo reconocer que hay ciertos coches que consiguen cautivar mi imaginación, como el Nissan Cube, una pequeña joya del arte moderno, un vehículo que sólo puede trasladarme a la infancia.



miércoles, 5 de septiembre de 2018

El tormento excrementicio


«Un estómago que evacua puntual y totalmente es gemelo de una mente clara y de un alma bien pensada. Por el contrario, un estómago cargado, remolón, avaricioso, engendra malos pensamientos, avinagra el carácter, fomenta complejos y apetitos sexuales chuecos, y crea vocación de delito, una necesidad de castigar en los otros el tormento excrementicio.»

"La tía Julia y el escribidor", Mario Vargas Llosa

sábado, 1 de septiembre de 2018

Los interruptores biológicos

Últimamente estoy teniendo algunas dificultades para conciliar el sueño. ¿Mala conciencia? Sí, bastante. Pero el problema es el ventilador que mi vecino de abajo tiene instalado en el techo. Con el ruido y la vibración resulta complicado dormir. Me paso las horas de insomnio fantaseando con tormentas solares que destruyen instalaciones eléctricas y con diseños alternativos para el cuerpo humano. Una de mis fantasías recurrentes son los párpados auriculares: si la evolución nos hubiera dotado con estas membranas para bloquear el sonido mis tribulaciones quedarían resueltas y podría dormir a gusto. En general, uno de los problemas del diseño humano es la falta de interruptores o reguladores sensoriales. Estar siempre conectados a la realidad puede llegar a generar angustia existencial como parece sugerir Henry Rollins (músico, actor, comediante y activista) en su gloriosa canción “Disconnect Myself”.

La razón por la que no tenemos párpados en las orejas parece obvia: si los utilizáramos para dormir nos quedaríamos desprotegidos. El cerebro mantiene el sentido del oído activo durante el sueño como medida de seguridad. Bueno, pues quizás lo que deberíamos cambiar es nuestra forma de dormir. Al fin y al cabo dedicar casi un tercio de nuestra vida al sueño parece una gran pérdida de tiempo. Hay otras alternativas interesantes en el reino animal. Por ejemplo, los delfines y las ballenas duermen alternando hemisferios cerebrales. Como tienen que salir a la superficie para respirar, mantienen un hemisferio despierto y otro dormido durante los periodos de sueño. Al igual que las fragatas, unas aves capaces de volar con la mitad del cerebro dormido y un ojo cerrado. También me gusta el sistema que emplean las hormigas: cientos de microsiestas diarias que duran segundos. Algunos cuadrúpedos de gran tamaño dedican al sueño menos horas que nosotros: las ovejas cuatro horas, las vacas y los elefantes cinco, los caballos y los burros sólo tres horas y además pueden dormir de pie.

De hecho, dejar de ser cuadrúpedos para convertirnos en bípedos nos ha traído una serie de problemas de diseño. Nuestra columna vertebral, que originalmente tenía forma de arco, fue “concebida” para soportar el peso de algunos órganos cuando nos desplazábamos a cuatro patas. Pero ahora que caminamos erguidos, nuestra columna y algunas articulaciones como la rodillas tienen que soportar mucho más peso y se han convertido en zonas vulnerables de nuestra anatomía, propensas a las lesiones. Ante estos problemas algunos nostálgicos proponen la vuelta a las cuatro patas. Personalmente, creo que el diseño bípedo resulta más eficiente. Los cuadrúpedos ocupan superficies más grandes por lo que se agravarían los problemas de hacinamiento y falta de espacio en las ciudades.

Una solución mejor a estos inconvenientes anatómicos sería la reducción del tamaño de nuestro cuerpo. Como plantea ese curioso largometraje llamado “Una vida a lo grande”, la miniaturización podría traernos toda una serie de beneficios. Al pesar menos, nuestros problemas de espalda y de articulaciones se verían aliviados. Necesitaríamos menos recursos, menos materias primas, instalaciones más pequeñas, menos energía y generaríamos menos residuos. En resumen, produciríamos un menor impacto ambiental. Si esto no fuera suficiente para frenar el calentamiento global, al menos, tendríamos un cuerpo que, por su menor tamaño, podría disipar más calor y, por tanto, se adaptaría mejor a las altas temperaturas.

Kurt Vonnegut, bioquímico, antropólogo, visionario y genial escritor ya hablaba de la miniaturización humana en “Payasadas o ¡Nunca más solo!”, su novela de 1976. En esta distopía vonnegutiana la civilización occidental sufre una grave involución cultural, mientras que los chinos han desarrollado una sociedad tan avanzada a nivel científico y tecnológico que consiguen reducir el tamaño de sus cuerpos hasta hacerlos diminutos.

El problema de la reducción del cuerpo humano es el cerebro. Si queremos mantener nuestras capacidades intelectuales necesitamos un cerebro de gran tamaño. Una cabeza grande y pesada en un cuerpo pequeño supondría agravar los problemas de espalda. Por otra parte, las mujeres necesitarían un canal del parto enorme, en relación con sus nuevos cuerpos, lo que dificultaría su locomoción.

Llegados a este punto deberíamos plantearnos algunas preguntas: ¿de verdad nos hace falta un cerebro tan grande?, ¿realmente necesitamos ser tan inteligentes? El propio Vonnegut respondía a estos interrogantes en “Galápagos”, su apoteósica obra maestra. La novela plantea que un cerebro de gran tamaño puede ser una desventaja evolutiva. En efecto, parece que una inteligencia muy desarrollada conduce a la autoconciencia y, de manera indefectible, a la autodestrucción. La mente es como un insecto que se siente atraído por el fuego.

Algunos científicos piensan que existen indicios de estas tendencias suicidas. El universo contiene un número casi infinito de estrellas y planetas. Las probabilidades de que existan planetas similares al nuestro, con las condiciones necesarias para albergar la vida, son enormes. Por tanto cabría esperar que existieran multitud de formas de vida inteligente. Pero los astrónomos llevan décadas explorando el espectro electromagnético en busca de señales procedentes del espacio exterior (por ejemplo, ondas de radio capaces de recorrer enormes distancias) y hasta la fecha no han encontrado nada. Una posible explicación es la siguiente: cuando las civilizaciones alcanzan cierto nivel de desarrollo tecnológico podrían encontrar el modo de autodestruirse antes de llegar a emitir señales al espacio.

En nuestro planeta, especies sin cerebro o con cerebros diminutos han prosperado durante enormes periodos de tiempo. Las bacterias, con su gran capacidad de adaptación, han demostrado que no es necesario un cerebro para conquistar un planeta. La familia de los cocodrilos prolifera desde hace 200 millones de años en la Tierra con un cerebro del tamaño de una nuez. Comparada con la trayectoria de estos campeones de la evolución, la peripecia humana parece una historia bastante corta y triste que se aproxima a sus capítulos finales.

Si queremos conservar un cerebro de gran tamaño, al menos deberíamos mejorar nuestro sistema límbico, la parte del cerebro que controla las emociones y los instintos: el miedo, el afecto, el hambre, el placer… El sistema límbico desarrolla funciones que consideramos primordiales en la experiencia humana, pero también puede llegar a convertirse en un enemigo temible: está involucrado en los comportamientos violentos, las conductas compulsivas, en la adicción a las drogas, los desórdenes alimentarios, los trastornos de ansiedad y las depresiones. Este pequeño dictador nos controla a través de circuitos de recompensa y castigo, el viejo método del palo y la zanahoria. Aquí serían necesarios toda una serie de interruptores o reguladores emocionales que nos permitieran ecualizar nuestro sistema límbico. De este modo tomaríamos el control de la situación: si alguien comienza a consumir de manera compulsiva pipas al aguasal o ve demasiada pornografía no tendría más que reducir la actividad en los circuitos de recompensa. Esta capacidad para regular nuestras emociones podría paliar muchos de nuestros problemas.

Por ejemplo, el estrés. Cuando el cerebro detecta una amenaza potencial comienza a producir adrenalina y noradrenalina, dos sustancias que nos preparan para una respuesta física rápida e intensa: la huída o la lucha. Además se liberan corticoides que reducen los procesos inflamatorios. Este mecanismo era especialmente útil cuando uno de nuestros antepasados, con su lanza y su taparrabos, era atacado por algún depredador. El problema es que nuestro entorno ha cambiado pero nuestro cerebro no, sigue viendo amenazas letales por todas partes. La acumulación de tareas, las relaciones personales, la presión, los conflictos y las tensiones del día a día no suponen, en la mayoría de los casos, un riesgo real para nuestra supervivencia pero provocan la misma reacción en el sistema límbico. La adrenalina produce un aumento del ritmo cardiaco y la presión sanguínea, los corticoides afectan a nuestro sistema inmunológico y desencadenan alteraciones metabólicas, ansiedad o depresión.

Algo similar sucede con la alimentación. Cuando nuestros antepasados, los cazadores recolectores, encontraban alimentos ricos en grasas o azúcares (un animal grande, frutas o miel) debían comer la mayor cantidad posible. Estos alimentos les proporcionaban grandes cantidades de energía que debían aprovechar ante la perspectiva de pasar varios días sin comer. Por ese motivo nos gusta tanto la comida dulce y grasienta. El problema es que en la actualidad muchas personas tienen un acceso casi ilimitado a este tipo de alimentos que, además, son los más baratos. De este modo, nuestro sistema límbico nos conduce a las enfermedades cardiovasculares, la diabetes y la obesidad.

Poder regular los sentimientos de ira, el miedo, la tristeza, el dolor, el apetito o el sueño nos permitiría elegir la configuración emocional idónea para cada momento y rebelarnos contra el pequeño dictador que llevamos dentro. Necesitamos desarrollar nuevos y mejores interruptores biológicos.

domingo, 26 de agosto de 2018

Los juguetes nihilistas

Mi helicóptero de juguete era un objeto místico que disparaba chorros de agua. En aquella época de mi infancia heredaba algunos juguetes que llegaban a mis sudorosas manos maltrechos e incompletos. Esto imprimió en mi carácter cierto pesimismo y me proporcionó una noción fragmentaria del mundo: el coche teledirigido no andaba, el muñeco estaba manco, al juego de construcción le faltaban piezas, pero aquel flamante helicóptero aterrizó en mi cuarto casi nuevo. Por alguna extraña razón (¿la extinción de incendios?) el helicóptero disponía de un gatillo que, al ser accionado, disparaba un chorro de agua por un conducto situado en la parte delantera. Esto me tenía fascinado: llenabas el pequeño depósito del helicóptero con agua, lo enroscabas en la base y la aeronave ya estaba lista para entrar en acción. Fue un idilio tan intenso como breve, porque un aciago día el pequeño depósito de agua desapareció y sin él, el helicóptero quedó reducido a un estéril trozo de plástico. Quizás mi madre se cansó de que me pasara el día echando agua por toda la casa o, dado mi nivel de ensimismamiento, simplemente lo perdí. La búsqueda del depósito de agua marcó esa etapa de mi infancia, convirtiendo al pequeño objeto del deseo en un poderoso tótem que acabó filtrándose en mi universo onírico. En aquellos sueños mi pequeño santo grial aparecía dentro de un armario, debajo de la cama o en el fondo de un cajón. Pero en el prosaico mundo de la vigilia nunca llegué a encontrarlo y eso me convirtió en un niño escéptico y más pesimista.

Siempre he pensado que mi helicóptero era un vehículo creado para los Madelman, unos muñecos de acción españoles que, junto con sus descendientes, los Geyperman, eran muy populares en aquella época. Pero, tras una ardua labor de investigación en la que he invertido casi cinco minutos, he llegado a la siguiente conclusión: se trataba con toda probabilidad del "helicóptero para operaciones urgentes de salvamento Big Jim". El Madelman también tenía su helicóptero, pero su modelo carecía de los dos elementos que mejor recuerdo: el mencionado tanque de agua y la gran cúpula transparente abatible (no he podido olvidarla porque me pillé los dedos con ella en más de una ocasión). Lo que nunca habría pensado es que mi viril aeronave estuviera destinada a unos muñecos tan ambiguos (por no decir homoeróticos) como los que muestra la imagen. Los Big Jim fueron creados por la compañía de juguetes Mattel para competir con los muñecos G.I. Joe.


Los G.I. Joe fueron concebidos por Stanley Weston en 1963: pretendía crear una versión masculina de la muñeca Barbie, con la que Mattel había conseguido un gran éxito. Inicialmente diseñó unos rudimentarios muñecos militares. Por lo que parece, en Mattel no estaban muy interesados en este tipo de producto y fue Hasbro, una empresa de juguetes más pequeña, famosa por su "Mister Potato", la que finalmente fabricó los G.I. Joe. Había nacido la "figura de acción" (evitaban la palabra "doll" asociada a las muñecas) que cosechó un éxito fulgurante.

Los Big Jim no tenían las connotaciones militares de los G.I. Joe, sus vehículos no estaban concebidos para atacar al enemigo sino para realizar labores de rescate. Al menos, me consuela pensar que eran personajes pacifistas y humanitarios. Años después Mattel desarrolló una nueva línea de figuras de acción, "Los Masters del Universo", una versión hipermusculada de sus predecesores. Pero, curiosamente, reutilizaron algunos elementos de los Big Jim para ahorrar costes. Por ejemplo, "Battlecat", el tigre de combate de He-Man, era la misma figura que se vendía con los Big Jim, pero pintada de verde y con una armadura.


Después del helicóptero llegaron el tren eléctrico y el Autocross. Mi fijación por los medios de locomoción se alimentaba con nuevos objetos. El tren eléctrico era un modelo Ibertren básico, compuesto por una locomotora verde y dos vagones que recorrían eternamente una vía en forma de óvalo. La velocidad del tren no podía regularse, ni podían formarse con los tramos de vía recorridos alternativos. Las posibilidades de interacción eran más bien limitadas (marcha adelante y marcha atrás), pero podía pasarme horas y horas viendo dar vueltas al tren en su órbita elíptica, sumido en una especie de trance hipnótico.


A veces, para aderezar el insípido ferrocarril, creaba en torno al trazado toda una escenografía. Una colcha rellena con distintos objetos simulaba la accidentada orografía del terreno. Para desesperación de mi madre llegué incluso a agujerear la colcha para crear un túnel. Sobre ella colocaba todo tipo de personajes, vehículos, viviendas e instalaciones. En ocasiones, para redondear el conjunto, soltaba a mi hámster en mitad de ese pequeño mundo. Hasta que un día fue atropellado. En el accidente ferroviario subsiguiente el tren descarriló y el pobre roedor quedó atrapado: el pelo se le había enredado en las ruedas motrices de la locomotora. Era una escena cargada de simbolismo: la revolución industrial acabando con la naturaleza. Por primera vez encontré una utilidad para la marcha atrás, al invertir el giro de las ruedas el animalillo, que presentaba ya todos los síntomas de un cuadro de ansiedad, quedó al fin liberado.

El Autocross era un artilugio realmente ingenioso y una de mis posesiones más preciadas: una plataforma de plástico cuadrada que incorporaba un circuito redondo y un panel de mandos. El circuito estaba formado por varios anillos concéntricos conectados. El panel de mandos contaba con una llave para activar el motor, un volante y una palanca de cambios. En el modelo que yo tenía los relojes del panel estaban dibujados en una pegatina, pero un modelo posterior, el Autocross Turbo, incorporaba un velocímetro y un cuentarrevoluciones “reales”. Cuando lo ponías en marcha una varilla magnética comenzaba a girar debajo del circuito. Esto permitía que un diminuto cochecito de plástico con un imán en la base empezara a recorrer el anillo exterior. Al girar el volante en el momento adecuado podías conducir el vehículo desde unos anillos a otros. Las posibilidades de interacción eran escasas, la mayor parte del tiempo me limitaba a ver el cochecito dando vueltas al circuito, sin mover el volante ni cambiar de marcha, abismado una vez más en aquel trance onírico.


Con estos juguetes giratorios la vida se convertía en un viaje que no conducía a ninguna parte. Todo quedaba reducido a un bucle infinito, a un ciclo melancólico, a una cinta de Moebius sin principio ni final. Un eterno retorno de lo idéntico. No existía un objetivo, una finalidad ni un destino. Aquellos juguetes me convirtieron en un niño nihilista.