domingo, 16 de diciembre de 2018

La suegra de sí misma

De entre todas las mujeres que habitan este valle de lágrimas hay una que destaca por encima de las demás. Ella soporta mis payasadas con grandes dosis de dignidad, altruismo y abnegación. Una mujer que ejerce de compañera, amiga, terapeuta, chófer, cocinera, promotora, pero sobre todo, de madre. Una especie de mecenazgo material y espiritual que la convierte en la suegra de sí misma.

Algunas frutas nunca llegan a madurar, pasan directamente de verdes a podridas.
Supongo que todos los que nos aproximamos peligrosamente al síndrome de Peter Pan, adultos refractarios a la madurez, esperamos encontrar a nuestra Wendy. Porque las personas que padecen el síndrome de Wendy manifiestan una tendencia exagerada a cuidar y proteger a los demás. Pero la verdad es que nosotros dos estamos más cerca de Peggy y la rana Gustavo o de Perlita de Huelva y su marido enano que de los personajes de James Barrie.

Hay muchos ejemplos de parejas compuestas por hombres débiles e indolentes y mujeres abnegadas, pero quizás mi favorita es la que formaron el genial poeta Juan Ramón Jiménez y la simpar Zenobia Camprubí. Juan Ramón era un chico muy sensible y vulnerable que había estado ingresado en algunos sanatorios por su tendencia a la depresión y la neurosis. Zenobia era todo lo contrario: una chica brillante, activa y vital. Era hija de un ingeniero catalán y de una heredera portorriqueña. Poseía una gran cultura, hablaba varios idiomas y había estudiado literatura en la Universidad de Columbia. A los doce años ya había formado su primera sociedad mercantil con una amiga: "Las abejas industriosas".

Su primer contacto resulta revelador. En cierta ocasión Zenobia, que era una joven extremadamente sociable, acudió a una fiesta que organizaba un matrimonio norteamericano en un piso de Madrid. Resultó que al otro lado de la pared estaba la habitación que Juan Ramón Jiménez ocupaba en una pensión. Los americanos le hablaron a Zenobia de un extraño vecino, un joven poeta huraño que siempre se quejaba del ruido. Juan Ramón contaría más tarde que aquella noche se enamoró de Zenobia al escuchar su risa a través del tabique de su cuarto.

El poeta, al que algunos llamaban "el malvado capicúa", por sus por sus iniciales JRJ, su carácter hosco y su inclinación por el color malva, padecía hiperestesia, una sensibilidad extrema a ciertos estímulos. Hoy en día podría ser considerado un PAS: las personas altamente sensibles tienen cierta tendencia al aislamiento social, la indecisión, la sobrecarga sensorial, la exaltación emocional, la resistencia al cambio, la intolerancia al ruido, a las luces brillantes o a los tejidos asperos. Finalmente, Juan Ramón coincidió con Zenobia en una conferencia y reconoció su voz. Desde ese momento se obsesionó con ella y empezó a enviarle cientos de cartas. Ella se resistía y le acusaba de ser un desastre, un impertinente y un manirroto sin trabajo, pero acabó cediendo.

La madre de Zenobia, consciente del peligro que entrañaba esa relación, se embarcó con su hija rumbo a Nueva York. Pero, finalmente, el poeta las alcanzó y consiguió desposarse con Zenobia en los Estados Unidos. De vuelta en Madrid, Juan Ramón se recluyó en casa para escribir, aislado del mundo exterior en una habitación acolchada para evitar que el ruido llegara hasta él. Mientras, su esposa se entregaba a una actividad frenética: tradujo a Tagore, fundó instituciones beneficas como "Las enfermeras a domicilio", creó una sociedad para exportar artesanía española a Estados Unidos, subarrendó y acondicionó viviendas para turistas americanos y decoró hoteles. Negocios con los que conseguió salvar la mantrecha economía doméstica.

Cuando estalló la guerra civil en España el matrimonio se vio obligado a exiliarse. Zenobia organizó el traslado a Estados Unidos. Allí consiguió ser contratada como profesora en la Universidad de Maryland pero Juan Ramón no soportaba la vida en Estados Unidos, era incapaz de hablar inglés y sufrió varias crisis nerviosas. Ante esta situación, Zenobia renunció a su puesto y se trasladó con el flojo de su marido a Puerto Rico. Aunque ella padecía una grave enfermedad, seguía realizando traducciones, colaboraba con una universidad local y mecanografiaba la obra del poeta. Finalmente, Zenobia Camprubí falleció tres días después de que le concedieran el Nobel de Literatura a Juan Ramón Jiménez. Pero dejó dispuestas una serie de instrucciones para asegurar el bienestar de su esposo después de su muerte.

Un caso similar es el del escritor español (aunque nacionalizado británico) Arturo Barea y su esposa Ilse Kulcsar. Se conocieron en Madrid, durante la guerra civil española, cuando él dirigía el servicio de censura para la prensa extranjera. Gracias a ella pudieron abandonar el país para refugiarse en Inglaterra. Todas estas Wendys tienen una excepcional facilidad para expresarse en distintos idiomas (también la mía). Ilse consiguió trabajo como traductora para la BBC y, gracias a ella, Barea fue contratado para realizar una serie de emisiones radiofónicas destinadas al público hispanoamericano bajo el seudónimo de Juan de Castilla. En Inglaterra Barea escribió su obra más emblemática, "La forja de un rebelde", que fue transcrita del español al inglés por un traductor británico. Pero el resultado no fue del agrado de Barea, así que Ilse se tuvo que poner a la tarea de traducir por segunda vez el texto, casi mil páginas de trilogía autobiográfica. La versión inglesa de Ilse tuvo bastante éxito, incluso George Orwell elogió el libro. Años después, la emisión de las alocuciones radiofónicas de Arturo Barea en Hispanoamérica despertaron el interés de algunas editoriales. Cuando le propusieron al escritor publicar "La forja de un rebelde" en español, Barea se dio cuenta de que había perdido el original del texto. Así que la pobre Ilse se tuvo que poner de nuevo manos a la obra para traducir la monumental trilogía, ese auténtico mamotreto, de su propia versión inglesa al español.

A todas las "abejas industriosas" que protegen a sus zánganos de los rigores del mundo hostil les debemos gratitud.