lunes, 29 de octubre de 2018

Una historia feliz

Un factor que contribuyó al pesimismo de toda una generación de niños fueron los tebeos de Mortadelo y Filemón. Estaban en todas las casas y los leíamos compulsivamente, pero las historietas de los célebres personajes de Ibáñez siempre terminaban mal. Tras una breve aventura culminada por alguna negligencia, la cosa solía acabar con el Super perseguiendo a Filemón, éste a Mortadelo y ambos al profesor Bacterio.

Una de las historias que más me marcaron fue la del Mundial del 78, que yo leí años después de su publicación. El argumento no tenía desperdicio: el presidente de la república del Mondongo quiere para su país el mundial de fútbol de 1978, pero la FIFA escoge como sede a Argentina y el malvado dictador africano, sediento de venganza, decide sabotear el mundial. Mortadelo y Filemón son enviados por la TIA para evitarlo, infiltrados en la selección española. El desenlace de la historia me dejó conmocionado. España llega a la final gracias, o a pesar, de los inventos del profesor Bacterio. En un momento del partido se desata una ola de violencia en el campo de juego que acaba con todos los jugadores expulsados menos Mortadelo. El partido está empatado y apenas quedan unos segundos para el final. Mortadelo se encuentra maltrecho y muy lejos de la portería rival, pero el profesor Bacterio le inyecta una sustancia que le proporciona una enorme potencia de disparo. La siguiente viñeta, que sigue grabada a fuego en mi mente, se eleva hasta las cumbres del fatalismo carpetobetónico: Mortadelo chuta con gran violencia y...


En contra de lo que se piensa, las historias felices en el cine, el teatro o la literatura son realmente escasas. No me refiero a historias con final feliz sino a relatos completamente felices. Si el mundo real es tan duro entonces cabría esperar que inventáramos historias más indulgentes para evadirnos. Pero no es así, nuestras ficciones están plagada de dificultades. La felicidad sólo llega tras superar toda suerte de problemas y tribulaciones. El dolor y el sufrimiento purifican al héroe haciéndolo digno del amor y la gloria.

Algunos conceptos actuales parecen abundar en esta idea. Como la famosa "zona de confort". Para poder aspirar al éxito ahora las personas deben renunciar a todo aquello que les proporcione una sensación de seguridad, control o certidumbre, abandonar los viejos hábitos y creencias para adentrarse en lo desconocido, es decir, deben salir de su zona de confort. La comodidad, el bienestar y la costumbre sólo conducen a la apatía y el estancamiento, el ámbito mental de los nuevos fracasados. Lo deseable es el cambio continuo, el triunfador es un mutante que convive con el miedo y la angustia fuera de su zona de seguridad. Se trata de una nueva forma de culto al sufrimiento.

En algunos países de tradición judeocristiana hemos aceptado el dolor y el sufrimiento como algo necesario, incluso conveniente, porque fortalece el carácter. El psiquiatra Luis Rojas Marcos sostiene lo contrario. Al tratar a pacientes que habían sufrido experiencias traumáticas comprobó que aquellos que habían sufrido traumas con anterioridad eran los que más dificultades tenían para recuperarse. La cantidad de sufrimiento que podemos soportar es finita.

Muchos consideran que la felicidad puede ser un obstáculo para el arte. A lo largo de la historia los grandes artistas y los creadores han mostrado cierta tendencia a la melancolía y los pensamientos oscuros. Estas almas en pena utilizan la creación artística para exorcizar sus demonios internos. Generalmente se espera que las personas felices no muestren tanta creatividad, no necesitan evadirse de la realidad a través del arte.

Yo no estoy muy de acuerdo con esa visión. Siempre he fantaseado con una historia en la que todo salga bien, una historia sin goles en propia meta, ni contratiempos de ninguna clase. En definitiva, una historia feliz al cien por cien, desde el principio hasta el final. Y todavía creo que ese relato perfecto, ese arte de la felicidad, es posible.

lunes, 22 de octubre de 2018

Los niños solipsistas


De pequeño, como tantos otros niños, era un consumado solipsista. El tiempo es una fuerza centrífuga, un viaje desde el núcleo del yo hasta sus periferias. Durante la infancia el mundo entero gira en torno a ti, las cosas y las personas no son más que satélites. Hasta que llegan los porrazos y te sacan del error. Los molestos “galileos” que refutan nuestras teorías egocéntricas. Al final, con los años, acabas en el extremo opuesto, convertido en un personaje secundario de tu propia vida.

Pero en aquellos tiempos remotos a veces pensaba que todos las personas, incluso las más cercanas, formaban parte de una gran mascarada, un complejo plan urdido con la única intención de engañarme. Observaba a la gente, esperando descubrir algún error, alguna fisura del sistema que revelara la impostura. Pero no los veía como farsantes, o actores de una comedia al estilo de “El show de Truman”, sino como proyecciones, autómatas en una simulación de la realidad. En el fondo esta creencia, común en algunos niños, es más racional de lo que parece: al fin y al cabo se supone que sólo tenemos pruebas de nuestra propia existencia.

Eso es precisamente el solipsismo, una doctrina filosófica que pone en duda la existencia real de todas las cosas, incluidas las personas, salvo la propia mente. Todo lo demás es considerado pura apariencia, construcciones mentales. Me gustaría pensar que con el tiempo he conseguido superar estas visiones egocéntricas, pero me temo que estoy muy lejos de hacerlo. De hecho creo que las he llevado un poco más lejos: ahora cuestiono el solipsismo porque creo que ni siquiera tenemos pruebas de nuestra propia existencia.

En ese aspecto he pasado del escepticismo cartesiano a las tesis de Hume. En sus meditaciones Descartes comienza cuestionando la existencia del mundo que le rodea. Todo puede ser mera apariencia pero al menos debe existir algo real, el sujeto que percibe y procesa ese universo engañoso, la substancia pensante que conocemos como el yo. David Hume no compartía esta perspectiva, la presencia de percepciones e ideas no implicaban para él la existencia de un sustrato pensante. El yo, según Hume, no es más que una ilusión creada por el flujo de impresiones y actos psíquicos.

Cuando por fin me había convencido de que el solipsismo no era más que una manía ridícula propia de infantes ensimismados, pensadores rancios y gente estreñida en general, descubrí que la física cuántica había comenzado a revelar un extraño mundo subjetivo en el que el observador puede llegar a alterar la estructura íntima de la realidad. Los sistemas físicos estudiados por la mecánica cuántica se encuentran en un estado indeterminado hasta que son “observados”, es decir, medidos o percibidos por alguien, y adquieren unas propiedades definidas. Algunos amigos del cuanto (ciertos físicos cuánticos) han desarrollado una visión radical en la que la realidad sólo se manifiesta cuando una mente consciente la observa. Algo que podemos considerar una nueva corriente solipsista. Por ejemplo, el prestigioso físico John Wheeler propuso una teoría en la que múltiples universos son engendrados, se desarrollan y acaban extinguiéndose. Cada universo cuenta con sus propios valores para las constantes físicas fundamentales, pero sólo aquellos cuyos valores permiten la formación de estrellas, planetas, vida y finalmente conciencia, pueden llegar a ser verdaderamente reales. En los demás universos las observaciones no son posibles y, por tanto, se encuentran reducidos a una existencia fantasmal, latente. Son algo así como la marca blanca de la realidad.

Por increíble que parezca algunos pensadores han conciliado el solipsismo con sus ideas religiosas. El obispo anglicano George Berkeley negaba la existencia de los objetos físicos, sostenía que sólo las percepciones y las ideas que se proyectan en nuestra mente son reales. Pero, en cambio, concebía la existencia de una mente infinita, Dios, que abarcaba todas las ideas y generaba las percepciones para las mentes finitas, nuestros humildes yoes.

El filósofo británico Bertrand Russell contaba la historia de una misiva que se ha hecho célebre: “Una vez recibí una carta de un lógico eminente, la señora Christine Ladd Franklin, diciendo que ella era solipsista y mostrándose sorprendida de que no hubiera otros solipsistas. Viniendo de un lógico, esta sorpresa me sorprendió”.

jueves, 18 de octubre de 2018

Tronistas y viceversos


El espacio televisivo que nos ha dado momentos de gloria. Cantera inagotable de nuevos talentos. Hogar espiritual del cani y la choni. El teatro de los sueños periféricos.

domingo, 14 de octubre de 2018

Las reglas del juego


Siempre que me siento a ver un partido me pongo un poco tenso. Me paso el tiempo pensando en cómo mejorar las reglas del juego y me olvido de todo lo demás. Pasarse la vida pensando en cómo podrían ser las cosas te impide disfrutar del mundo real.

El fútbol sería más interesante si se redujera la longitud del campo y el número de jugadores, si se eliminara el fuera de juego o sólo se permitiera tocar el balón con las piernas. Prohibir los remates de cabeza convertiría al fútbol en un deporte más inclusivo y seguro. Aunque sospecho que en el fondo esta idea me atrae por mi tendencia a la prohibición y mi escasa estatura.

Los finales ajustados en el baloncesto resultan desesperantes: el equipo que va perdiendo intenta detener continuamente el juego realizando faltas. Podría evitarse si cada falta personal que cometiera un equipo fuera sancionada con un tiro libre y posesión para el rival. Con esa medida ya no sería necesario realizar el recuento de las faltas realizadas por cada jugador.

Esta fijación por cambiar las reglas es un vestigio de la infancia. En efecto, siendo niño me pasaba más tiempo ideando nuevos juegos y elaborando sus reglas que jugando. Para desesperación de mis amigos, que tenían que probar aquellos extraños juegos repletos de intrincadas normas.

Esas costumbres cayeron en el olvido hasta que, muchos años después, me tropecé con un ordenador y empecé a recuperar los hábitos de la infancia. Mi primer juego informático fue creado en una hoja de cálculo, era una especie de ajedrez probabilístico muy rudimentario, pero supuso un estímulo para aprender a programar y abordar proyectos más interesantes. Desde entonces he desarrollado nuevos juegos informáticos, la mayoría, sencillos juegos geométricos o numéricos donde se parte de una situación caótica y hay que alcanzar el orden. Una expresión de mi temor a la segunda ley de la termodinámica: la entropía del universo tiende a aumentar.

La programación permite crear lo que anhelan los corazones despóticos: un entorno controlado que se rige por reglas bien definidas, tus propias normas expresadas en código fuente. Es un mundo cerrado y estable, donde no existen las excepciones ni las imperfecciones del mundo analógico, un lugar en el que las reglas siempre se cumplen. Pero el juego más estimulante consiste en crear un nuevo juego. Ese sería un proyecto interesante: una aplicación que permitiera diseñar nuevos juegos de manera sencilla y además ejecutarlos.


Recientemente he descubierto la existencia de una rama de las matemáticas llamada teoría de juegos. Fue desarrollada, entre otros, por el matemático estadounidense John Nash, cuya vida inspiró la película “Una mente maravillosa”. Esta teoría estudia una serie de juegos o conflictos de intereses entre competidores que se influyen mutuamente, para evaluar las mejores estrategias posibles. La teoría de juegos fue desarrollada inicialmente para la economía pero ha sido aplicada con éxito a otras disciplinas como la biología, la computación, la sociología o la estrategia militar. Curiosamente, uno de los tipos de juegos que estudian estas matemáticas son los “metagames”. Se trata de juegos en los que se busca encontrar el mejor conjunto de reglas posibles para otros juegos.

Tengo cierta fijación por las reglas del lenguaje. Con unos pequeños cambios el español sería un idioma menos ambiguo y más sencillo. Sería más fácil leerlo o escribirlo y se ahorraría mucho tiempo y espacio. García Márquez ya lo intentó en una ocasión y, a pesar de ser un  mito de las letras hispánicas, recibió una lluvia de críticas y descalificaciones por atreverse a cuestionar ciertos dogmas lingüísticos.

George Bernard Shaw, dramaturgo, crítico, polemista irlandés, gradualista fabiano y heroico partidario del amor platónico se negaba a seguir ciertas reglas ortográficas y sintácticas del idioma inglés. Era un verdadero reformista político y lingüístico. Consideraba que le alfabeto latino era inadecuado para escribir en inglés así que en su testamento destinó cierta suma de dinero para la creación de un alfabeto fonético con cuarenta símbolos. Tras su muerte se convocó un concurso que dio lugar a la creación del alfabeto shaviano, llamado así en su honor. Con los fondos del testamento se publicó la versión shaviana de su obra de teatro "Androcles y el león", pero cuando se acabó el dinero el alfabeto shaviano fue olvidado.

Estas son mis humildes propuestas para el español:

Sustituir las letras V y la W por la letra B: bida, batio.
Eliminar la H muda: uebo, edor.
Sustituir GE y GI por JE y JI: jimnasia, ajenda.
Sustituir GUE, GUI y GÜ por GE, GI y GU: ogera, gitarra, bilingue.
Sustituir CH por H: aha, ehizo.
Sustituir LL por Y y la Y final por I: cabayo, estoi.
Sustituir Q y K por C: ceso, cilo.
Sustituir CE y CI por ZE y ZI: zeniza, zinta.

De este modo podemos escribir impunemente que "la jimnasta bilingue cemó la gitarra en una ogera" o que "el cabayero abinagrado cortó un cilo de ceso con un aha".

Resulta inquietante comprobar que esa misma tendencia a la simplificación y la sistematización está en el origen de la neolengua, una variante del inglés que George Orwell introdujo en su novela “1984”. En la neolengua el vocabulario se reduce drásticamente y las formas irregulares desaparecen. El uso de prefijos permite eliminar sinónimos y antónimos, por ejemplo, se sustituye malo por “nobueno” o terrible por “dobleplusnobueno”. La misma palabra sirve como sustantivo o verbo y, al agregar sufijos, se obtienen adjetivos y adverbios (speed, speedfull, speedwise). Con ello se reduce la ambigüedad del lenguaje y se pierden matices o significados abiertos.

En la novela, Orwell explica que el Ingsoc, partido único que ejerce el poder totalitario en Oceanía, desarrolla la neolengua para evitar el “crimen de pensamiento”: al transformar y empobrecer el lenguaje pretende hacer imposible la expresión (e incluso la formación) de ideas contrarias a la doctrina oficial. El léxico se divide en tres grupos de vocabularios: el A contiene las palabras de uso común, el B los términos políticos, y el C las palabras técnicas.  El vocabulario B alberga nuevos términos, palabras compuestas o acrónimos, llenos de carga ideológica: bienpensar (ortodoxia política que sustituye palabras eliminadas como justicia o moralidad), sexocrimen (cualquier práctica sexual cuyo objetivo no sea la reproducción), o doblepensar (aceptar pensamientos contradictorios).


El lenguaje no es un sistema cerrado con normas rígidas, ni un instrumento neutro, sino una estructura orgánica que se adapta continuamente a nuestra visión del mundo y que, al cambiar, altera profundamente nuestra forma de interpretar la realidad. La mayoría de artefactos humanos también son sistemas complejos y dinámicos. Están llenos de excepciones, bucles infinitos e irregularidades. Soñar con cambiar las reglas del juego, con reescribir el código de la realidad, sólo conduce a la melancolía.

lunes, 8 de octubre de 2018

Lista Cronocínica

Las ciento y pico películas que más me gustan en orden cronológico:

1933. Sopa de ganso. Leo McCarey
1942. Casablanca. Michael Curtiz
1950. Eva al desnudo. Joseph Mankiewicz
1951. Un tranvía llamado Deseo. Elia Kazan
1952. Cautivos del mal. Vincente Minnelli
1954. La ventana indiscreta. Alfred Hitchcock
1955. Ordet. Carl Theodor Dreyer
1955. Al este del Edén. Elia Kazan
1958. El largo y cálido verano. Martin Ritt
1958. Horizontes de grandeza. William Wyler
1958. La gata sobre el tejado de zinc. Richard Brooks
1958. Vértigo. Alfred Hitchcock
1960. El apartamento. Billy Wilder
1961. El buscavidas. Robert Rossen
1961. Esplendor en la hierba. Elia Kazan
1962. El ángel exterminador. Luis Buñuel
1962. El hombre que mató a Liberty Valance. John Ford
1962. Jules y Jim. François Truffaut
1962. Matar a un ruiseñor. Robert Mulligan
1963. Irma la dulce. Billy Wilder
1966. La jauría humana. Arthur Penn
1967. El baile de los vampiros. Roman Polanski
1967. Los productores. Mel Brooks
1967. Sola en la oscuridad. Terence Young
1968. 2001: Una odisea del espacio. Stanley Kubrick
1969. Danzad, danzad, malditos. Sydney Pollack
1969. La leyenda de la ciudad sin nombre. Joshua Logan
1972. La huella. Joseph L. Mankiewicz
1972. La huida. Sam Peckinpah
1972. Las aventuras de Jeremiah Johnson. Sydney Pollack
1973. El golpe. George Roy Hill
1973. Secretos de un matrimonio. Ingmar Bergman
1974. Chinatown. Roman Polanski
1974. El Padrino II. Francis Ford Coppola
1975. La última noche de Boris Grushenko. Woody Allen
1976. Network. Sidney Lumet
1977. Cabeza borradora. David Lynch
1977. Noche de estreno. John Cassavetes
1978. Grease. Randal Kleiser
1979. Alien, el octavo pasajero. Ridley Scott
1979. Apocalypse Now. Francis Ford Coppola
1980. La terraza. Ettore Scola
1981. Excalibur. John Boorman
1982. Blade Runner. Ridley Scott
1984. Amadeus. Milos Forman
1986, Terrorífica luna de miel. Gene Wilder
1987. Intervista. Federico Fellini
1988. Akira. Katsuhiro Ôtomo
1989. El turista accidental. Lawrence Kasdam
1990. Los timadores. Stephen Frears
1990. Uno de los nuestros. Martin Scorsese
1990. Joe contra el volcán. John Patrick Shanley
1992. Glengarry Glen Ross. James Foley
1992. Leolo. Jean-Claude Lauzon
1992. Herida. Louis Malle
1993. Atrapado en el tiempo. Harold Ramis
1993. Atrapado por su pasado. Brian De Palma
1993. Azul. Krzysztof Kieslowski
1993. Caro diario. Nanni Moretti
1993. La edad de la inocencia. Martin Scorsese
1994. Cadena perpetua. Frank Darabont
1994. Exótica. Atom Egoyan
1994. Posibilidad de escape. Paul Schrader
1994. Pulp fiction. Quentin Tarantino
1996. Crash. David Cronenberg
1996. Tierra. Julio Medem
1997. Carretera perdida. David Lynch
1997. El dulce porvenir. Atom Egoyan
1997. The Game. David Fincher
1998. Academia Rushmore. Wes Anderson
1998. Algo pasa con Mary. Peter Farrelly, Bobby Farrelly
1998. El chico ideal. Frank Coraci
1998. Los idiotas. Lars Von Trier
1999. El club de la lucha. David Fincher
1999. Magnolia. Paul Thomas Anderson
2000. El protegido. M. Night Shyamalan
2000. Réquiem por un sueño. Darren Aronofsky
2001. Donnie Darko. Richard Kelly
2001. El viaje de Chihiro. Hayao Miyazaki
2001. Inteligencia artificial. Steven Spielberg
2002. Ciudad de Dios. Fernando Meirelles
2002. Spyder. David Cronenberg
2003. Dogville. Lars Von Trier
2003. Mystic River. Clint Eastwood
2003. Casa de arena y niebla. Vadim Perelman
2004. Closer. Mike Nichols
2006. La ciencia del sueño. Michel Gondry
2007. Tropa de élite. José Padilha
2007. Zodiac. David Fincher
2009. La cinta blanca. Michael Haneke
2009. Watchmen. Zack Snyder
2010. Origen. Christopher Nolan
2012. El lado bueno de las cosas. David O. Russell
2012. La caza. Thomas Vinterberg
2012. Frances Ha. Noah Baumbach
2013. Her. Spike Jonze
2013. La gran belleza. Paolo Sorrentino
2014. Birdman. Alejandro González Iñárritu
2014. Ex machina. Alex Garland
2014. Interstellar. Christopher Nolan
2015. Mad Max: Furia en la carretera. George Miller
2016. Al filo de los diecisiete. Kelly Fremon
2016. La llegada. Denis Villeneuve
2018. Isla de perros. Wes Anderson

jueves, 4 de octubre de 2018

Entrañables melenudos

"Prominence and Demise" no es un disco para todo el mundo. Fue publicado en 2007 y es el cuarto album de la banda noruega Winds, un supergrupo de virtuosos metaleros progresivos.

Pero este disco me ha trasportado a mis años de jevi preadolescente, cuando escuchaba artistas tan lisérgicos como King Diamond y entrañables melenudos me prestaban sus cintas TDK.

Los discos que escucho ahora son sin duda más sofisticados, pero también más áridos y pretenciosos. Carecen del candor, el virtuosismo, las letras risibles y las terroríficas portadas de aquellos.

"Prominence and Demise" es un album de heavy metal neoclásico, extraordinariamente intrincado, hortera y grandilocuente pero genial a su nórdica manera. Un complejo vitamínico para jevis trasnochados, melancólicos y alopécicos.

El líder de Winds es Andy Winter, un pianista de conservatorio, que aporta su toque clásico a lo Richard Clayderman o Luis Cobos, convirtiendo el disco en un objeto aún más barroco y maximalista. Las letras de Winter están impregnadas de una especie de oscuro existencialismo cósmico. Una mezcla curiosa, un conjunto abigarrado que, de alguna inconcebible manera, funciona.

No es un disco que entre a la primera. Son necesarias unas cuantas escuchas para captar los detalles de su compleja estructura. Al principio no me lo tomé muy en serio, pero despertó en mí cierta curiosidad que, tras varias sesiones, se convirtió en interés y, finalmente, en veneración.


Mis viejas cintas reclaman el derecho a la nostalgia, el jevi y la decadencia.