sábado, 28 de julio de 2018

En las cimas del ridículo

Un día en un campo de fútbol me ocurrió algo inesperado que cambió mi perspectiva de las cosas. Estaba jugando un partido con unos amigos y me tocó ponerme de portero. El balón se encontraba en ese momento lejos de la portería y empezaba a aburrirme, estaba experimentando la célebre soledad del portero. Para mitigar el tedio y quemar un poco del excedente energético propio del adolescente que era, empecé a dar saltos e intenté colgarme del larguero. Pero mis dedos, impregnados de sudor, resbalaron por la superficie cilíndrica del travesaño. En la caída, la inercia del movimiento impulsó mi espalda hacia atrás y mis pies hacia arriba. Mi cabeza se dirigía directa hacia el duro suelo y cerré los ojos esperando el impacto. Pero no llegó. De pronto me sentí ingrávido, suspendido en una especie de levitación asistida. Cuando abrí los ojos vi que uno de mis pies, al proyectarse hacia arriba, se había enredado en la red de la portería. Para mi bochorno, me encontraba colgado boca abajo como si fuera un jamón serrano o un murciélago en plena siesta.

Un instante antes mi vida circulaba por los cauces de la normalidad y de repente me encontraba expuesto a todas las miradas en una posición sumamente ridícula. Y entonces cobré conciencia del verdadero alcance de la situación: me consideraba desafortunado por el curso que habían tomado los acontecimientos. Hubiera preferido caer de espaldas desde una altura considerable y aterrizar sobre mi cabeza, antes que enfrentarme a una circunstancia tan bochornosa. Comprendí que el miedo al ridículo puede ser más fuerte que el miedo al dolor, el instinto de conservación o el apego a la vida.

En ocasiones, este miedo puede resultar de gran utilidad social. Muchas personas encuentran atractiva la idea de infringir las normas, aunque sólo sea a nivel teórico. El cine, la televisión o la literatura han contribuido a idealizar este concepto de trasgresión. Lo prohibido nos remite al pecado y la tentación, en cambio, nos resulta muy duro enfrentarnos al ridículo. Las personas no van por la calle desnudas porque esté prohibido, sino por miedo a hacer el ridículo. Un temor que emana de otros miedos ancestrales: el miedo a ser distinto, a ser excluido del grupo. La mejor manera de erradicar conductas incívicas o peligrosas es generar un relato colectivo que las convierta en ridículas (además de prohibirlas, claro).

Unos años después de aquel partido, fue anunciado en mi instituto un gran acontecimiento. Unas estudiantes de otro centro nos visitarían para representar una célebre obra de teatro: "La casa de Bernarda Alba". El día señalado nos dirigimos al salón de actos para ver a las visitantes que, para ese momento, ya se habían convertido en consumadas actrices y estrellas rutilantes en el teatro de nuestros sueños. Pero, justo antes del comienzo, uno de los profesores nos comunicó que al termino de la representación un grupo de estudiantes tendría que subir al escenario para obsequiar a las actrices con flores. Y quiso la mala suerte, una vez más, que yo estuviera entre los elegidos. Me pasé toda la representación centrifugando el cerebro como una lavadora enloquecida. No capté el menor detalle del argumento, que Lorca me perdone, pues mi mente no podía concentrarse en nada que no fuera el trance que me esperaba. Para colmo de males, me había presentado en chándal, con muy malos pelos y bastante desaliñado. Después de un siglo de tribulaciones, la obra terminó y yo me dirigí al pie del escenario como un condenado a muerte se dirige al patíbulo. Nos dieron un ramo de flores a cada uno y las instrucciones pertinentes: cada chica sería presentada ante el público, todos la aplaudirían y uno de nosotros subiría al escenario desde un lateral para darle el ramo y dos besos. Comenzó la mascarada. Tenía la boca seca y las manos húmedas, se acercaba el momento. Cuando, finalmente, llegó mi turno agarré fuerte las flores, subí los peldaños que conducían al escenario y me aproximé a la chica que me había tocado en suerte, pensando que sería rápido e indoloro, pero entonces se me paró el corazón. Surgido, como por encantamiento, desde el otro extremo del escenario, otro chico se me había adelantado y le estaba entregando su ramo a la actriz en ese preciso momento. La chica retrocedió, el chico desapareció y, como si se tratara de un extraño número de magia, yo me quedé solo en mitad del escenario, ataviado con un triste chándal y portando el ramo de flores que me convertía en un estrafalario novio abandonado en el altar de su dolor. Quiso el destino que, en un instituto azotado por el fracaso escolar y la desidia, el alumnado cobrara un súbito interés por las artes escénicas y abarrotara el salón de actos. Trescientos adolescentes inmisericordes estallaron en una lacerante carcajada colectiva que hizo estremecerse el entarimado y me proporcionó una nueva perspectiva de la idea del ridículo.

miércoles, 25 de julio de 2018

Los proverbios marrones


“Los proverbios flamencos” es un óleo de Pieter Brueghel el Viejo. Los personajes representados en la obra escenifican una serie de dichos populares de la cultura flamenca del siglo XVI. Por lo que parece, el autor concebía el conjunto como un estudio sobre la estupidez humana. Los expertos han identificado en el cuadro cerca de cien proverbios entre los que me gustaría destacar algunos:

“La puerca tira del tapón”: las negligencias llevan al desatre.

“Me…rse en la luna”: perder el tiempo con algo inútil.

“Afeitar a un tonto sin espuma”: engañar a alguien.


“Dos tontos bajo la misma capucha”: la estupidez busca compañía.

 “Casarse bajo el palo de la escoba”: vivir juntos sin estar casados.

 “Correr como si te ardiera el cul…”: correr mucho.


“El que traga fuegos, cag… chispas”: las malas acciones traen malas consecuencias.

"Tener que agacharse para triunfar en el mundo": para tener éxito hay que pasar por el aro.

"Ponerle la capa azul al marido": ser infiel al esposo.


“Limpiarse el cul… en la puerta”: tratar algo con ligereza.

"Soplar en el oído": divulgar cotilleos.

“Cuelga como una letrina sobre la acequia”: es obvio.


“¿Quién sabe por qué los gansos van descalzos?”: hay una razón para todo, aunque no sea obvia.

Y por encima de todos, mi favorito: “Las boñigas de los caballos no son higos”. Mucho más hermoso que nuestro equivalente: “Las apariencias engañan”.


Debo reconocer que mi selección tiene cierto sesgo marrón. Me alegra comprobar que lo escatológico ha estado muy presente en la cultura popular de todas las épocas y lugares. Mis ascendientes, algunos muy aficionados al humor marrón, me han legado toda una serie de historias memorables que, por temor a herir sensibilidades, no puedo reproducir aquí. Debemos luchar contra la dictadura de lo políticamente correcto para que este patrimonio escatológico llegue a las generaciones futuras.

Alguna buena persona se ha molestado en realizar un listado que contiene todos los proverbios identificados con su interpretación y la ubicación en el cuadro. Es posible encontrarlo en el siguiente artículo de Wikipedia: Los proverbios flamencos

domingo, 22 de julio de 2018

Enigma 1


Cierta película está basada en una célebre novela escrita por una mujer. Uno de los personajes de esta historia dio nombre a una banda de pop británica. El actor que interpretó a ese personaje en la película compartió reparto con Marlon Brando en tres grandes clásicos del cine.

¿Cuál es la novela?
¿Quién es la escritora?
¿Cuál es la banda de pop?
¿Quién es el actor?
¿Cuáles son los tres clásicos?

Se admiten respuestas en forma de comentario. La solución será publicada próximamente.

miércoles, 18 de julio de 2018

Medianías

Hace no tanto, personas de toda índole y condición, con diferentes recursos y estilos de vida, veían los mismos programas de televisión, escuchaban la misma información y la misma música en la radio, o leían los mismos periódicos y revistas. En definitiva, compartían un relato similar acerca de la vida, la sociedad o la cultura. En España, durante los años ochenta, el concurso televisivo “Un, dos, tres” alcanzó una audiencia máxima de 20 millones de espectadores, lo que representaba, en ese momento, alrededor del 70% de la población total del país. Los medios de comunicación actuaban como una especie de cemento social, contribuyendo a cerrar las brechas existentes entre distintos grupos. Se podría objetar que la oferta de contenidos era más bien escasa y que, por tanto, el discurso de los medios era más pobre y uniforme. Es cierto que en aquella época sólo existían dos canales de televisión en España, ambos públicos, y que uno de ellos sólo emitía unas horas al día. Pero, en contra de lo que cabría esperar, la calidad y la variedad de la programación televisiva, en términos generales, era superior a la actual. Algunos contenidos de entonces hoy serían impensables: “La clave”, “Estudio 1”, "Cantares", “Viaje con nosotros”, “La edad de oro” o “Historias para no dormir” son sólo algunos ejemplos. También había cosas muy malas, claro, pero era más fácil que los discursos minoritarios y algunas voces discordantes se colaran en los medios de comunicación.

Años más tarde, el inminente advenimiento de internet prometía el acceso universal a la información y la democratización de los medios. Gracias a la red, millones de personas se comunican e informan de forma rápida y sencilla. Pero internet también nos ha deparado algunas plagas bíblicas como las redes sociales, las noticias falsas o el filtro burbuja. El lingüista y filósofo estadounidense Noam Chomsky afirmó, hace unos años, que la aparición del telégrafo y las bibliotecas públicas tuvieron un impacto mayor en las comunicaciones y el acceso a la información que internet. No es de extrañar, a diferencia de internet, en una biblioteca pública la información está ordenada, es fiable en la medida que se puede determinar su origen, los contenidos disponibles son elegidos en función de su calidad, el acceso a los datos es gratuito, está libre de publicidad o intereses ocultos y la información es igual para todos los usuarios. Ésto último es importante: si dos personas buscan la misma información en internet y obtienen distintos resultados en función de lo que la red conoce de ellos, la consecuencia será el acceso preferente a los datos que encajan con nuestros gustos u opiniones. A la larga, este proceso nos acaba convirtiendo en personas más miopes y radicales. En la era de la radio y la televisión, la oferta era limitada: estabas obligado a escuchar ideas u opiniones que te eran ajenas y con las que podías no estar de acuerdo. Internet nos permite consumir exclusivamente contenidos que nos reafirman en nuestras posturas. Las redes sociales han creado un clima de terror, en el que las diferencias son imperdonables y las opiniones divergentes se pagan con la exclusión, el silencio e incluso el acoso. La antigua censura de los medios de comunicación ya no es necesaria en internet, ahora los usuarios de las redes se autocensuran para no perder seguidores o “likes”. Al final, el flujo de la información se está invirtiendo: internet comenzó como una herramienta para facilitar a los usuarios el acceso a los datos y se está convirtiendo en un medio para facilitar el acceso a los datos de los usuarios. Cada uno de nuestros clicks en la red es atesorado, clasificado y subastado automáticamente.

Hace unos meses se anunció la disputa de un combate de boxeo que sería retransmitido a todo el mundo desde Las Vegas. El combate, presentado como evento global y definitivo, enfrentaría a un célebre campeón de boxeo y a un luchador de artes marciales mixtas (el deporte de moda en televisión por la abundancia de sangre y la escasez de reglas) Un canal en abierto comenzó entonces a emitir una serie de reportajes sobre la preparación del combate. Un producto tan desconcertante como revelador, verdadero compendio de algunos elementos característicos de nuestra cultura: la exaltación del lujo, la impostura a través de las redes, la banalización de la violencia o la hipertrofia sexual. El boxeo solía tener cierto aire de romanticismo marginal asociado al cine negro. La estética de estos reportajes remitía al hip-hop, la telerrealidad y el porno. En ellos, los luchadores aparecían entre cochazos tuneados, señoritas en paños menores, joyas king size y fajos de billetes, mientras la mayoría de los espectadores ni siquiera podrían pagar lo que costaba ver el combate en televisión o internet. Se trata de una nueva clase de pobres, digamos pobres mediáticos, aquellos que no pueden costearse los contenidos premium de los medios y deben conformarse con los gratuitos, que ya no son contenidos genuinos, sino productos atrasados, defectuosos, incompletos o, como en este caso, mera propaganda de los verdaderos contenidos.

Recientemente en España, un canal de televisión, propiedad de un célebre club de fútbol ha conseguido varios registros de audiencia históricos. Un canal que sólo emite eventos deportivos atrasados y repetidos hasta la náusea, testimonios de aficionados foráneos que narran cómo les fue revelada la verdad de su nueva fe, y panegíricos sobre los héroes del club recitados por supuestos periodistas al servicio de la causa. Una realidad alternativa en la que no existe el fracaso, puesto que las derrotas del club no son emitidas. Una mirada aterradora al futuro de la televisión en abierto, donde ya no será posible distinguir la publicidad de los contenidos.

Campeonato del sudor


Campeones del sudor,
amigos de la gota gorda,
héroes de la transpiración.

Tan húmedos y tan salados
que la gente los ignora
para no darles la mano.

Si ya sudan en invierno
imagínalos en verano
cuando España es un infierno
y el sol está cabreado.

Glándulas enloquecidas,
diaforesis y calor,
súmale la hiperhidrosis
para completar la ecuación.

Y si añadimos el miedo,
los nervios o la emoción
el grifo se queda abierto
y llega la inundación.

Cocidos en su propio caldo
la vida se pasa sudando
cocinada a fuego lento
de la sudadera al sudario.

Campeones del sudor,
amigos de la gota gorda,
héroes de la transpiración.

domingo, 15 de julio de 2018

Música cínica

En la retroalimentación positiva los resultados de un proceso son reintroducidos en el sistema para amplificar ciertos efectos. Es lo que ocurre con algunas bandas sonoras: la música hace que te guste más la película, la película hace que te guste más la música, y así se repite el proceso. Si uno de los elementos falla, se rompe el círculo virtuoso y el conjunto se desploma. Éstas son algunas de mis bandas sonoras favoritas, matrimonios felices de la música y el cine, con sus correspondientes compositores:

  • Los timadores.  Elmer Berstein
  • Bullit. Lalo Schifrin
  • Azul. Zbigniew Preisner
  • La doble vida de Verónica. Zbigniew Preisner
  • El turista accidental. John Williams
  • Inteligencia artificial. John Williams
  • Carretera perdida. Angelo Badalamenti
  • Una historia verdadera. Angelo Badalamenti
  • Los productores. John Morris, Mel Brooks
  • Excalibur. Trevor Jones, Carl Orff, Richard Wagner
  • Blade Runner. Vangelis
  • Tierra. Alberto Iglesias
  • El protegido. James Newton Howard
  • Fuego en el cuerpo. John Barry
  • El almuerzo desnudo. Howard Shore, Ornette Coleman
  • The game. Howard Shore
  • Spider. Howard Shore
  • Chinatown. Jerry Goldsmith
  • La llegada. Jóhann Jóhansson
  • Exótica. Mychael Danna
  • El dulce porvenir. Mychael Danna

Las aventuras de Jeremiah Johnson. La música incidental es de John Rubinstein pero cuenta, además, con una gran canción de Tim McIntire, que eleva este largometraje a la categoría de poema épico.

Grease. Jim Jacobs, Warren Casey. Durante una época de mi infancia, cierta copia de Grease, grabada de la tele en una maltrecha cinta VHS, era reproducida sin descanso. Los mitos de la infancia resisten mal el paso del tiempo, pero Grease es el mejor musical de la historia del cine, una especie de milagro que se repite cada vez que aquellos adolescentes tronados (algunos treintañeros) vuelven al instituto Riverdale para cantar sus gloriosas canciones.

2001: Una odisea del espacio. Richard Strauss, Johann Strauss, György Ligeti, Aram Khachaturyan. Stanley Kubrick encargó la banda sonora original de este largometraje a Alex North, que ya había compuesto para el director la brillante música de “Espartaco”. Este compositor fue nominado al oscar en catorce ocasiones aunque no consiguió ninguno, un record que todavía sigue intacto. Cuando North ya había concluido la grabación de la banda sonora de “2001”, Kubrick decidió no utilizarla y emplear, en su lugar, música clásica. Parece ser que el pobre hombre descubrió el cambiazo durante la proyección de la película, el mismo día del estreno. Es una historia triste, pero hay que reconocer que Kubrick acertó: la música de la película, llena de resonancias filosóficas, transforma el relato de Arthur C. Clarke en una experiencia mística.

La leyenda de la ciudad sin nombre. Frederick Loewe, Nelson Riddle. Película inclasificable: es un western, un musical y una comedia, además de un alegato a favor del amor libre en régimen de multipropiedad. Algo insólito en el género más conservador del cine. Cuando Lee Marvin, el atrabiliario Liberty Valance reconvertido en minero vagabundo, se pone a cantar "I was born under a wandering star" con su voz a lo Pino D’angio, la película te atrapa y no te suelta hasta el final.

Interstellar. Hans Zimmer. Generalmente las bandas sonoras se componen una vez que la película está terminada. Cuando Hans Zimmer comenzó a trabajar en la música de Interstellar ni siquiera estaba escrito el guión. Christopher Nolan le envió una nota en la que le sugería el tema de la película con unas pocas frases. Zimmer compuso entonces una pequeña melodía, que, con el tiempo, se convertiría en la base de la partitura. En total, dos años de trabajo y un mes completamente aislado en su apartamento para experimentar las sensaciones de los personajes. Música de una sencillez indescifrable, dominada por el órgano y el piano, que impregnan la película de misterio y trascendencia. Sencillamente, la mejor banda sonora de todos los tiempos.

El gran salto


jueves, 12 de julio de 2018

Quema la suerte

Quiero empezar diciendo que siempre he considerado que la ciencia y el lenguaje en el que se expresa, las matemáticas, son las únicas herramientas con las que podemos contar para acceder al mundo del conocimiento. Pero, por desgracia, debo admitir que no todo en mi vida se somete al imperio de la razón. En el cajón de los cubiertos tengo una cucharilla especial que bajo ningún concepto debe ser utilizada. Si las demás están sucias y no hay tiempo para fregar, se coge una cuchara sopera: quién sabe qué infortunios podría depararnos el destino si nos tomamos un yogur con la cucharilla prohibida.

También tengo unos calcetines malditos. Cada vez que me ponía ese par de calcetines blancos (decorados con una inquietante banda amarilla) caía sobre mí alguna calamidad. Al principio intenté resistirme al impulso irracional de establecer una relación causa-efecto, pero acabé por desterrarlos al cajón de los calcetines cojos y no he vuelto a ponérmelos.

Muchas personas poseen talismanes y objetos que, supuestamente, les traen buena suerte, en cambio, yo sólo dispongo de estos antiamuletos. La solución a este tipo de tribulaciones parece obvia: deshacerse de los objetos proscritos. Pero una extraña lógica me conduce a pensar que si tirara la maléfica cucharilla, todas las demás se convertirán, automáticamente, en cucharillas de la mala suerte y lo mismo ocurriría con los calcetines. En cierto sentido, podemos considerar estos objetos como una especie de esponjas místicas, capaces de absorber la sustancia tóxica portadora del mal y preservar, de ese modo, a todos los demás.

También poseo algunos discos malditos que, por mucho que me apetezca, nunca debo escuchar: uno de los Espers (una banda americana de folk paranormal) y otro de King Diamond (quizás por las tendencias satánicas del gran artista danés o quizás por el curioso parecido que guarda con el cantante gallego Juan Pardo, al que algunos consideran gafe)

En realidad, creo que estas supersticiones no son más que vestigios de la infancia. Cuando era pequeño tenía muchas manías, algunas vinculadas a los números. Por algún motivo pensaba que los pares eran buenos y los impares malos. Por ejemplo, siempre subía los escalones de dos en dos, evitando pisar los peldaños impares. Por las noches, mi particular forma de rezar consistía en contar desde uno hasta una cifra elevada: cien, quinientos… En ese aspecto, era una especie de niño pitagórico.

La escuela pitagórica fue fundada en el siglo VI a.C. por Pitágoras de Samos en el sur de Italia. Los pitagóricos consiguieron grandes avances en matemáticas y geometría, pero tenían una visión mística de los números, que consideraban el principio rector de la realidad. Era un grupo de grandes pensadores, aunque se comportaban más como una secta religiosa que como una escuela filosófica o científica. Estaban obligados a mantener en secreto sus hallazgos matemáticos: se cree que uno de sus miembros fue asesinado por revelar el descubrimiento de los números irracionales y otro por filtrar el secreto de la construcción del dodecaedro.

Consideraban que el número diez, resultado de sumar los cuatro primeros números, era el más sagrado. Su lista de parejas antitéticas estaba compuesta por diez principios fundamentales y sus opuestos. La segunda antítesis recoge la dualidad par-impar: por lo que parece, también practicaban ese tipo de maniqueísmo numérico. Además, los pitagóricos llevaban una vida ascética. Tenían prohibidos ciertos placeres sensuales como, por ejemplo, comer habas. Yo también renuncio a comerlas.

Hace un tiempo me leí “El gen egoísta”, un tratado sobre genética que se ha convertido en obra de culto. Hacia el final del libro, Richard Dawkins introduce el concepto de meme. Al igual que los genes han dirigido la evolución biológica a lo largo de millones de años, en la sociedad humana los memes rigen la evolución cultural, que es infinitamente más rápida. Los memes son ciertas ideas o unidades culturales a las que Dawkins atribuye entidad propia y que se comportan como genes, es decir, son capaces de surgir, propagarse y mutar en nuestro entorno social, de cerebro en cerebro.

Supongo que las supersticiones son uno de los tipos de memes más virulentos. Aunque parezcan costumbres irracionales, en realidad, las decisiones que nos conducen a adoptarlas tienen su lógica. Generalmente, consideramos improbable que cierta superstición tenga una base real. En cambio, el riesgo que supone violar un ritual supersticioso promete ser enorme, lo que confiere a estos memes un gran potencial de contagio.

Existen, además, otros argumentos racionales para la superstición. Recientemente, algunos pensadores y científicos han postulado una extraña teoría según la cual no se puede descartar que el universo en el que vivimos sea, en realidad, una gran simulación informática. Si esto fuera cierto, racionalmente, nadie podría asegurarme que el sumo programador, haciendo gala de un siniestro sentido del humor, no hubiera introducido en la simulación algunas líneas de código que desencadenaran alguna calamidad si me pongo los calcetines equivocados.

Humo


Pequeña pieza sonora (1'54")

viernes, 6 de julio de 2018

Elogio del Masivón



El Masivón es un helado
que se come por los dos lados,
del derecho y del revés
ofrece más de un camino
para llegar al placer.
Ésta es la receta:
por una parte chocolate
y por la otra galleta.

Después del primer bocado
abominas del pescado,
y en el último mordisco
renuncias a comer marisco.
Luego, cuando terminas,
viene la melancolía
por tu gélido aliado
y su dulce asimetría.

Si no alcanza el presupuesto
recurro a sus parientes modestos,
no tienen mal sabor,
pero no son el Masivón.
Yo digo ¡fuera el palo!
¡castremos al bombón helado!
y de esa manera:
más comida y menos madera.

martes, 3 de julio de 2018

Prohibir el prohibido prohibir

“Prohibido prohibir”, además de un libro de Esperanza Aguirre, fue un célebre estribillo de las revueltas de Mayo del 68 en París y una especie de conjuro mágico que se esgrime siempre que se discute sobre prohibir algo.

Porque hoy en día esto de prohibir tiene muy mala prensa. A veces se nos olvida que lo único que separa nuestra civilización del “holocausto caníbal” es un conjunto de prohibiciones. Y no sólo me refiero a las leyes, sino a todo un sistema de principios morales. Por ejemplo, de los diez mandamientos judeocristianos, siete están formulados en forma de prohibición.

Generalmente se considera que toda prohibición constituye un ataque contra la libertad. Éste es un concepto muy importante en nuestra sociedad, está omnipresente en el discurso político y económico (libertades individuales por la izquierda, libertad de mercado por la derecha) o en los mensajes publicitarios. Personalmente, creo que la libertad está un poco sobrevalorada. Ejercerla implica tomar decisiones, cuando se toman decisiones se cometen errores y éstos conducen a la infelicidad. Al llanto y rechinar de dientes. Mejor que las decisiones las tome otro por mí y, si la cosa sale mal, al menos me quedará el triste consuelo de culpar a alguien.

Estoy exagerando un poco, claro, la libertad no siempre es una carga, pero es mejor restringirla a ciertos ámbitos, fuera de los cuales no tiene mucho sentido. No necesitamos elegir entre comer y pasar hambre, entre la seguridad y el miedo, o entre la salud y la enfermedad.

Uno de los debates habituales en torno a la libertad y las prohibiciones es el de la legalización de las drogas o la prostitución.

El caso del tabaco es revelador. Los estados han perdido mucho tiempo y dinero en campañas contra el tabaquismo. Pero sólo se han obtenido resultados positivos cuando se ha prohibido publicitar las marcas de cigarrillos y fumar en espacios públicos o centros de trabajo. Éste debe ser el camino a seguir con otras drogas. Como el alcohol, responsable de tanta violencia, accidentes y enfermedades.

Es posible que en los países que han legalizado la prostitución se haya reducido la actividad mafiosa o se hayan incrementado los controles sanitarios. Pero la principal consecuencia ha sido la aparición de macroprostíbulos que compiten por captar la creciente demanda y el turismo sexual ofreciendo tarifas planas. En estos lugares las prostitutas (y los prostitutos) trabajan en condiciones cercanas a la esclavitud sexual y están obligados a pagar impuestos, lo que convierte al estado en una especie de gran proxeneta.

Se podría pensar que cuando dos personas se ponen de acuerdo en intercambiar sexo por dinero están ejerciendo su libertad personal y, por tanto, nadie debería impedirlo. Es un argumento tramposo, con él podríamos justificar la esclavitud remunerada, el canibalismo remunerado y otras atrocidades remuneradas. El sentido de toda prohibición debe ser limitar ciertas libertades para preservar otras de mayor rango, en este caso la libertad sexual.

Estoy empezando a deslizarme por una pendiente resbaladiza: esto pretendía ser un alegato contra la libertad. Porque a mí lo que realmente me gustaría es prohibirlo casi todo: el tabaco, el alcohol, los juegos de azar, la videncia, el marketing, las casas de apuestas, la homeopatía, las banderas, los petardos, las sectas, los zapatos de tacón, las empresas piramidales, el deporte profesional, las pseudociencias, los cosméticos, el glutamato monosódico, los coches, las redes sociales... Bueno, quizás estoy exagerarando un poco otra vez.

Recientemente he descubierto que existe algo llamado anarcocapitalismo. Se trata de una especie de doctrina política que lleva las ideas del liberalismo hasta sus últimas consecuencias. Plantea la supresión de los estados, que serían sustituidos por el libre mercado. No existirían impuestos, por lo que la justicia, la policía o los ejércitos serían gestionados por empresas privadas. Para un escéptico de la libertad como yo (liberticida, dirían otros) algo así me produce escalofríos. Es como si para repartir un pastel le proporcionamos un cuchillo a cada comensal. En las sociedades en las que casi todo está permitido, lo primero que sucumbe es precisamente la libertad, la de los más débiles, claro. Algunos de ellos no probarán el pastel, otros perderán algún dedo.

Palmeras por triangulitos


En reconocimiento a la persona que me proporciona todo tipo de bienes y servicios valiosos, que me trae palmeras de chocolate y a cambio sólo recibe objetos teóricos, mercancías averiadas, números imaginarios y sombras proyectadas en la caverna, como este artefacto geométrico. Una relación basada en la asimetría y el intercambio de palmeras por triangulitos.