domingo, 30 de septiembre de 2018

Utopista hacia el cielo


A lo largo de la historia insignes pensadores e ingenuos idealistas han concebido todo tipo de paraísos terrenales y sociedades idílicas. La República de Platón, la Utopía de Tomás Moro o la Nueva Atlántida de Francis Bacon son algunos ejemplos.

A estos fantasiosos utopistas se les suele reprochar cierta visión angelical del ser humano o la simplicidad de sus comunidades cerradas y estáticas, tan alejadas de la complejidad y el dinamismo de las sociedades reales. A menudo las utopías resultan más útiles para comprender las peculiaridades del autor y su contexto histórico que para encontrar soluciones viables a los problemas de la sociedad. En las raras ocasiones en que se ha intentado seriamente llevar a la práctica estos ideales, las comunidades utópicas han resultado, en el mejor de los casos, un fracaso y, en el peor, un baño de sangre.

Los Falansterios inspirados por Charles Fourier o la ciudad Nueva Armonía fundada por Robert Owen, fueron breves experimentos desarrollados por socialistas utópicos en el siglo XIX, intentos fallidos de crear comunidades rurales igualitarias y autosuficientes, pero también el origen de las modernas cooperativas agrícolas o los Kibutz. En estas explotaciones israelíes la propiedad de los cultivos y los bienes es colectiva, los salarios se establecen en función de las necesidades de sus miembros, los puestos de responsabilidad son rotativos y las decisiones se toman democráticamente.

El fracaso de la utopía en siglo XX condujo a una nueva era de escepticismo y al advenimiento de su reverso oscuro, la distopía. A menudo, las distopías resultan más interesantes que sus ingenuas primas y proponen una visión de la condición humana más profunda y compleja: “Nosotros” de Evgueni Zamiatin, “1984” de George Orwell, “Un mundo felíz” de Aldous Huxley, “Fahrenheit 451” de Ray Bradbury…


Kurt Vonnegut alcanzó las más altas cotas del género con novelas como "La pianola", “Cuna de gato”, “Payasadas “ o “Galápagos”, en las que el escepticismo, el humor negro, el ingenio y el rigor científico componen deslumbrantes paisajes distópicos. Hoy la distopía prolifera mientras la utopía languidece. El arte y la felicidad son malos compañeros de viaje, en nuestro mundo siempre es más fácil encontrar inspiración para alguna pesadilla colectiva que soñar con una nueva Arcadia.

La antigua Arcadia era un lugar idílico que, según la mitología griega, estaba habitado por felices pastorcillos en armonía con los espíritus de la naturaleza. Este tema ha inspirado a multitud de artistas, desde Virgilio hasta Cervantes, y pudo influir en la formación del ideal utópico. En el fondo, la bucólica Arcadia representa lo opuesto a la idea de civilización e ingeniería social que promueve el pensamiento utópico.

El concepto de paraíso terrenal fue corregido y ampliado por algunos utopistas cristianos. Agustín de Hipona, más conocido como San Agustín, escribió en el siglo XV “La ciudad de Dios”. Describe un mundo en el que conviven dos ciudades mezcladas: la de los hombres, corrompida por el pecado y el paganismo, y la de Dios, un santuario utópico destinado a la vida espiritual. San Agustín advierte a los impíos que la ciudad celestial acabará imponiéndose a la ciudad pagana tras el juicio final.

En 1825 fue publicado “El nuevo cristianismo” de Henri de Saint-Simon. Este conde francés propuso una especie de utopía industrial que permitiría a los verdaderos cristianos erradicar las iniquidades de la “anarquía capitalista”. En este modelo el poder es asumido por los “industriales” productivos, agricultores, obreros y negociantes dirigidos por sus patronos, desplazando a los ociosos improductivos: el clero, la nobleza y los burócratas. Tras su muerte, Saint-Simon se convirtió en el mesías de un nuevo movimiento pseudorreligioso, el sansimonismo, que propugnaba una especie de socialismo elitista, no igualitario, y que influyó en algunos pensadores como Karl Marx.

Cuando las ideas utópicas se mezclan con ingredientes espirituales y personajes mesiánicos, los paraísos terrenales pueden convertirse en un verdadero infierno. La ciudad de Rajnishpuram, fundada en Oregon por un gurú indio y sus seguidores, los neo-sanniasins, en 1980, contaba con sus propios restaurantes, escuelas, teatros, cuerpo de policía y bomberos. Aunque en un principio sus habitantes se dedicaron a la construcción, la agricultura, la espiritualidad y el amor libre, tras años de lucha por el poder y enfrentamientos con las autoridades, acabaron en una escalada armamentística que les condujo al espionaje, el intento de asesinato y los ataques bioterroristas.

Los ideales utópicos poseen tal poder de fascinación que pueden convertir a sus seguidores en fanáticos dispuestos a sacrificarlo todo y a reprimir cualquier disensión. A menudo, acaban atacando a las mismas personas que pretendían salvar con su nueva verdad revelada. “La Costa de los Mosquitos” es una parábola de esa tendencia despótica del utopismo. En esta novela de Paul Theroux, un visionario inventor estadounidense, cansado del estilo de vida burgués, arrastra a su familia a una selva hondureña para fundar una pequeña comunidad utópica, donde sus delirios causarán estragos.

Uno de los mayores críticos del pensamiento utópico fue Karl Popper. En “La sociedad abierta y sus enemigos” ataca los modelos sociales de Platón, Hegel y Marx. Popper distingue entre dos formas de ingeniería social: la utópica, que propone una sociedad ideal junto a los medios para alcanzarla, y la fragmentaria, que se limita a detectar deficiencias en la sociedad real e impulsa reformas para paliarlas. Según Popper la ingeniería utópica conduce a sistemas totalitarios en los que la libertad individual es sacrificada en aras de los ideales colectivos. Sólo la ingeniería fragmentaria puede conducir al progreso y a sociedades abiertas: democráticas y liberales. A pesar de todo, las ideas utópicas siguen resultando atractivas porque, según Popper, en las sociedades abiertas los individuos no pueden refugiarse en lo colectivo, lo que él denomina el espíritu de la tribu, y se ven obligados a ejercer su libertad, cargando con el peso de su propio destino.

De ser cierto, ésto explicaría porqué a los flojos y débiles de espíritu, el pensamiento utópico (y el distópico) nos resulta tan atractivo. La utopía está en decadencia. Quizás porque nos faltan los ingredientes más importantes de la receta utópica: la ingenuidad y el optimismo. Las nuevas ideas humanistas del Renacimiento inspiraron a Tomás Moro para concebir la isla de Utopía. Los hallazgos científicos de su tiempo impulsaron a Fracis Bacon a crear su Nueva Atlántida. El optimismo de una época engendró estas obras que a su vez engendraron más optimismo e inspiraron a muchas personas. A pesar de todo, necesitamos nuevas utopías.

"Utopia", tema extraído del album "Future Politics" de Austra

jueves, 27 de septiembre de 2018

Soldado de firmamento


El aeronauta se eleva
en el cielo aleatorio
de la oscura ciudadela
por la travesía infinita
doblemente resuelta
en curvatura celeste
en geometría del tiempo
cúpulas incandescentes
soldado de firmamento

miércoles, 19 de septiembre de 2018

Animalillos melancólicos


El wombat es un marsupial que posee el aspecto de un oso diminuto o de un roedor gigante. Aunque es capaz de moverse con rapidez, tiene cierta tendencia a la molicie, el recogimiento y la lentitud. Las crías de wombat se resisten a abandonar el marsupio o la madriguera, consideran con gran acierto que el mundo exterior es un lugar hostil, y tienen la sana costumbre de ingerir los excrementos de sus madres para mejorar su flora intestinal. Estas criaturas nunca tienen prisa, tardan catorce días en digerir los alimentos, tras los cuales producen unos curiosos excrementos en forma de cubo, algo insólito en el reino animal. Las heces cúbicas tienen la ventaja de no rodar, lo que permite a los wombats colocarlas sobre las piedras y las ramas para marcar sus itinerarios olfativos. Como los célebres huevos cúbicos apilables que desencadenan una epidemia totalitaria en “Los Cabecicubos”, la distópica historieta de Superlópez. El wombat es un peluche melancólico de costuras invisibles, un cubista escatológico, esquivo y crepuscular.




El pangolín es el único mamífero que tiene el cuerpo cubierto de escamas. Posee una lengua extremadamente larga que surge de la pelvis y le permite alimentarse de hormigas y termitas. Las escamas de queratina le confieren un aspecto a medio camino entre un dinosaurio y una alcachofa (aunque las hembras se parecen más a una piña con pechos). Este animal tiene la costumbre de trasladarse sobre dos patas y cuando duerme o se siente amenazado se enrolla sobre sí mismo como una cochinilla, formando una especie de espiral acorazada. Para defenderse utiliza sus escamas de bordes afilados y una glándula situada en la zona posterior del cuerpo que produce fragancias pestilentes. Los caminos de la evolución son inescrutables y de vez en cuando conducen a marcianillos entrañables como nuestro amigo el pangolín.



Gunter, el mayordomo del Rey Hielo

Cierto explorador de la Antártida dijo en una ocasión: “En términos generales no creo que haya nadie en la Tierra que lo pase peor que un pingüino emperador”.

Estos animalillos recorren alrededor de cien kilómetros por tierra a paso de tortuga para alcanzar sus lugares de cría en la Antártida y, al contrario que otras especies, eligen lo más crudo del invierno para reproducirse. Mientras otros animales circulan por las cómodas autopistas evolutivas, el pingüino emperador prefiere las carreteras comarcales y los caminos de cabras de la naturaleza.

Estos pingüinos son estrictamente monógamos. Aunque en las colonias de cría se reúnen miles de individuos y las posibilidades de promiscuidad sexual y desenfreno son infinitas, nuestros héroes se mantienen fieles a sus parejas de por vida. La hembra pone un único huevo que confía al macho mientras ella vuelve al océano en busca de alimento. Durante los dos meses que están ausentes las madres, los machos deben cuidar primero el huevo y luego el polluelo sin disponer de alimento y soportando temperaturas de hasta 50ºC bajo cero. Para poder sobrevivir y mantener los huevos calientes durante el invierno ártico (su temperatura corporal es de 39ºC) se apretujan formando grupos compactos y se turnan para ocupar las zonas del centro y el exterior.

Los machos del emperador son padres abnegados que mantienen a sus polluelos protegidos en todo momento entre el plumaje de sus patas. Este instinto de protección es tan fuerte que en ocasiones, cuando un padre pierde un huevo o un polluelo, lo sustituye por una bola de nieve que sigue cuidando como si se tratara de su verdadero hijo.

Cuando, finalmente, las hembras vuelven del océano con el estómago lleno de peces, los machos están al borde de la inanición y la hipotermia. Cada oveja busca a su pareja pero si el polluelo no ha sobrevivido la hembra ignorará a su macho y elegirá a otro compañero. Es frecuente ver a los machos abandonados, desolados por la pérdida del hijo e incapaces de comprender el rechazo, siguiendo por todas partes a su expareja mientras ella busca un candidato más apto para su progenie.

Todo mi respeto para este admirable animalillo de andares charlotescos, melancólico morador del lugar más bello e inhóspito del planeta, payaso trágico y héroe legendario del frío y la tristeza.

domingo, 16 de septiembre de 2018

Malas decisiones, peores soluciones

Hace unos meses se me estropeó un estupendo televisor LED que tenía menos de tres años. Me hubiera gustado culpar a la obsolescencia programada, pero creo que su prematura avería se debió a mi forma compulsiva de cambiar de canal. Enciendo la tele y no encuentro nada que me guste. Me pongo a cambiar de canal y cuando llego al enésimo ya se me ha olvidado lo que había en los anteriores. Entonces vuelvo al punto de partida y el ciclo se repite. Al final no veo nada, todo se reduce a un eterno retorno de lo idéntico, pero cualquier cosa es mejor que apagar la tele y tener que enfrentarse a la realidad.

Cuando mi televisor se estropeó llamé a mi amigo Alfonso para que me acompañara a comprar uno nuevo y traerlo a casa en su coche. El día que teníamos previsto hacerlo, Alfonso me dijo que tenía que llevar a su madre a urgencias y no podría acompañarme. Así que me fui al hipermercado, compré un televisor y pagué 15 euros adicionales para que me lo trajeran a casa unos días después.

De vuelta en el hogar, trasladé la tele averiada para dejar sitio a la nueva, y entonces hice lo que nunca se debe hacer en estos casos. Una especie de atracción por el abismo, la misma que siente el insecto por la llama, me impulsó a conectar la tele rota que, volviendo de entre los muertos, se puso a funcionar tan alegremente. Sometida a múltiples pruebas, su respuesta fue impecable. Así que volví al hipermercado para deshacer la compra y me devolvieron el coste del aparato, pero se negaron a reintegrarme los 15 euros del traslado, aunque la tele no se había movido un milímetro de donde estaba. Cuando regresé a casa volví a conectar mi televisor resucitado y en media hora volvió a estropearse, esta vez para siempre. Justo entonces me llamó Alfonso para decirme que al final su madre no tenía nada y que me podía llevar al hipermercado. Allí nos fuimos y, a pesar del sentimiento de verguenza e ignominia, volví a comprar la misma televisión.

Puede que Alfonso tenga sus defectos, a veces su conducta resulta un tanto desconcertante, pero es una persona altruista, siempre dispuesta a ayudar a los demás sin esperar nada a cambio. Sus compañeros del trabajo lo saben y algunos se aprovechan de su generosidad. Una de sus compañeras le pidió dinero varias veces y nunca llegó a devolvérselo todo, porque un tiempo después abandonó el trabajo y Alfonso no volvió a tener noticias suyas. Hasta que un año después recibió un inesperado mensaje en su teléfono. En el mensaje la chica le volvía a pedir dinero. En un principio Alfonso decidió no contestar, pero después del primer mensaje llegaron muchos otros, cada vez más apremiantes. Ante tal insistencia, Alfonso se vio obligado a dar una respuesta. De entre los miles de mensajes posibles, decidió enviar el más extraño de todos. Decía lo siguiente: “Soy el hermano de Alfonso. Siento comunicarte que Alfonso ha fallecido en un accidente de tráfico”. La excompañera contestó con un mensaje en el que lamentaba su pérdida y le pedía disculpas por haberle molestado. A pesar de todo el surrealismo, la cosa parecía haber funcionado, pero unos días después apareció un nuevo mensaje: “Siento lo de tu hermano, pero Alfonso me debía 2000 euros y los necesito cuanto antes”. El pobre Alfonso no daba crédito (perdón por el chiste), en realidad era ella la que todavía le debía dinero. Se había convertido en víctima de su propio cainismo. En los siguientes días los mensajes de la chica pasaron del tono plañidero a las amenazas y el ultimátum. Si no le ingresaba la cantidad que pedía, su novio lo buscaría y cobraría la deuda por las malas.


Otro ejemplo del altruismo surreal de Alfonso: me regaló este cubo de comida para cobayas lleno de cedés trasnochados de los noventa, como éste de Transvision Vamp.

sábado, 8 de septiembre de 2018

Vehículos contradictorios


Un concentrado catastrófico. El compendio de todos los males de una época oscura. Un enemigo del pueblo. La causa y el resultado de todos los pecados de nuestra civilización. Me refiero a esas cajas de Pandora con ruedas: los automóviles.

¿Por qué emplear términos tan negativos?

Porque nuestra cultura ha convertido el coche en el símbolo espiritual de su fe en la libertad individual. Un concepto aterrador para algunos de nosotros. Poder desplazarte donde quieras y cuando quieras, no estar limitado por los itinerarios de la vida colectiva, resulta inquietante para los escépticos de la libertad.

Porque ha marginado a las personas en los espacios públicos. Las carreteras y las calzadas ocupan el centro de las calles, relegando al peatón a los estrechos márgenes de las aceras. El coche ocupa el corazón geométrico de la ciudad y tiene preferencia de paso, interponiendo un millar de obstáculos en el camino del marginal viandante.

Porque hemos adoptado una tecnología de transporte peligrosa antes de contar con los medios necesarios para controlarla, sacrificando en el proceso a millones de personas.

Porque el coche envilece el mundo material y también el espiritual. Envenena el cuerpo con gases  y atormenta el alma con ruidos. La contaminación que produce sigue aumentando porque, a pesar del desarrollo de motores más eficientes y la tímida irrupción del coche eléctrico, en las economías emergentes la noble bicicleta está siendo sustituida por automóviles a un ritmo frenético.


Porque son enemigos de la literatura. Muchas personas se marean al intentar leer en un coche. Este mareo procede de la discrepancia de nuestros sentidos: los ojos al concentrarse en el libro indican al cerebro que nos encontramos inmóviles, mientras que el oído interno registra los movimientos del automóvil. Se trata de vehículos mentirosos que intentan engañarnos: el desconcierto sensorial resultante es procesado en el cerebro y se traduce en mareo, desorientación y náuseas. Esto no ocurre en el noble ferrocarril, más tolerante con la cultura escrita.

Porque los problemas de tráfico, aparcamiento y contaminación hacen ineludible una reducción de tamaño, pero cada año se fabrican automóviles más grandes. Las ventas de los SUV se disparan y los nuevos modelos superan en centímetros a sus predecesores en una imparable escalada, una carrera armamentística para determinar quién la tiene más grande.

Porque el coche supone una involución histórica. A los humanos nos llevó miles de años alcanzar la revolución neolítica, el momento crucial en el que superamos el primitivo nomadismo de los cazadores recolectores gracias al descubrimiento de la agricultura y la ganadería. El noble sedentarismo permitió el desarrollo imparable de la cultura humana hasta que la irrupción del automóvil comenzó a revertir el proceso. El coche nos reduce a la condición de primitivos y anacrónicos nómadas.

Yo procedo de una estirpe de grandes sedentarios. Mi bisabuelo, agricultor y carbonero, vivía en una casa en mitad del campo. Para desesperación de su mujer, este señor se negaba en redondo a abandonar el terruño. Ella le pedía que la llevara al pueblo, a las fiestas o a la romería, pero el noble sedentario rechazaba tales pretensiones. Un día, al volver de los campos de labor, mi bisabuelo divisó una pareja que huía al galope. Ella no era otra que su esposa, que abandonaba el hogar conyugal (y a sus hijos) para no volver. Preso de la ira, mi ilustre antepasado buscó su escopeta para disparar al jinete, pero el gatillo se le enganchó en los sarmientos de una vid y casi se voló la cabeza. Este hombre marcó las siguientes generaciones de la familia: algunos de nosotros hemos heredado su tendencia al sedentarismo y al fracaso sentimental.

Porque el cine, la televisión y la publicidad han convertido al automóvil en un objeto místico, un icono de la cultura moderna, un poderoso símbolo de las sociedades organizadas en torno al consumo.

Porque nos confiere la engañosa sensación de controlar nuestro destino. Cuando, en realidad, el mundo es un lugar caótico y estamos sometidos en todo momento a los caprichos de la teoría de la complejidad.

Y sobre todo porque cuando alguien adquiere su primer automóvil abandona para siempre los dominios de la inocencia y se convierte en miembro del siniestro club de los adultos. Condición necesaria para poder enfrentarse con los préstamos bancarios, los impuestos de circulación, los seguros, los atascos, las averías, los taimados mecánicos, la lucha por el aparcamiento, las multas y los conflictos entre conductores.

A pesar de todo ello y, aunque no tengo coche ni permiso de conducir, debo reconocer mi secreto e inconfesable amor por los automóviles.

Desde muy pequeño comencé a sentir fascinación por ellos. Lo primero que dibujé fueron coches. Descubrí la tercera dimensión  añadiendo profundidad al contorno plano de un automóvil. Me pasaba las tardes viendo "El coche fantástico" y jugando al Scalextric en casa de un amigo. Conocía todas las marcas y los modelos de coches. A veces me sentaba ante una ventana, equipado con un cuaderno y un reloj: apuntaba todos los modelos que pasaban por delante de casa durante un tiempo establecido para elaborar gráficos y estadísticas con los resultados.

Debo confesar que en ciertos comercios y bibliotecas ojeo subrepticiamente las revistas de coches como si se tratara de pornografía, que en los últimos años he visitado varias veces el salón del automóvil de mi ciudad como quien visita un museo y me he montado en algunos de los coches expuestos con una sonrisa en los labios y la ilusión de un niño. Debo admitir también que hace unos años me compré una consola de videojuegos que he utilizado exclusivamente con simuladores de conducción. Que yo mismo he programado rudimentarios juegos de coches para entregarme a mi inconfesable vicio. Uno de los juegos que desarrollé te permite conducir durante horas por una carretera esquemática e infinita que se va generando aleatoriamente a medida que la recorres. Y por último debo reconocer que hay ciertos coches que consiguen cautivar mi imaginación, como el Nissan Cube, una pequeña joya del arte moderno, un vehículo que sólo puede trasladarme a la infancia.



miércoles, 5 de septiembre de 2018

El tormento excrementicio


«Un estómago que evacua puntual y totalmente es gemelo de una mente clara y de un alma bien pensada. Por el contrario, un estómago cargado, remolón, avaricioso, engendra malos pensamientos, avinagra el carácter, fomenta complejos y apetitos sexuales chuecos, y crea vocación de delito, una necesidad de castigar en los otros el tormento excrementicio.»

"La tía Julia y el escribidor", Mario Vargas Llosa

sábado, 1 de septiembre de 2018

Los interruptores biológicos

Últimamente estoy teniendo algunas dificultades para conciliar el sueño. ¿Mala conciencia? Sí, bastante. Pero el problema es el ventilador que mi vecino de abajo tiene instalado en el techo. Con el ruido y la vibración resulta complicado dormir. Me paso las horas de insomnio fantaseando con tormentas solares que destruyen instalaciones eléctricas y con diseños alternativos para el cuerpo humano. Una de mis fantasías recurrentes son los párpados auriculares: si la evolución nos hubiera dotado con estas membranas para bloquear el sonido mis tribulaciones quedarían resueltas y podría dormir a gusto. En general, uno de los problemas del diseño humano es la falta de interruptores o reguladores sensoriales. Estar siempre conectados a la realidad puede llegar a generar angustia existencial como parece sugerir Henry Rollins (músico, actor, comediante y activista) en su gloriosa canción “Disconnect Myself”.

La razón por la que no tenemos párpados en las orejas parece obvia: si los utilizáramos para dormir nos quedaríamos desprotegidos. El cerebro mantiene el sentido del oído activo durante el sueño como medida de seguridad. Bueno, pues quizás lo que deberíamos cambiar es nuestra forma de dormir. Al fin y al cabo dedicar casi un tercio de nuestra vida al sueño parece una gran pérdida de tiempo. Hay otras alternativas interesantes en el reino animal. Por ejemplo, los delfines y las ballenas duermen alternando hemisferios cerebrales. Como tienen que salir a la superficie para respirar, mantienen un hemisferio despierto y otro dormido durante los periodos de sueño. Al igual que las fragatas, unas aves capaces de volar con la mitad del cerebro dormido y un ojo cerrado. También me gusta el sistema que emplean las hormigas: cientos de microsiestas diarias que duran segundos. Algunos cuadrúpedos de gran tamaño dedican al sueño menos horas que nosotros: las ovejas cuatro horas, las vacas y los elefantes cinco, los caballos y los burros sólo tres horas y además pueden dormir de pie.

De hecho, dejar de ser cuadrúpedos para convertirnos en bípedos nos ha traído una serie de problemas de diseño. Nuestra columna vertebral, que originalmente tenía forma de arco, fue “concebida” para soportar el peso de algunos órganos cuando nos desplazábamos a cuatro patas. Pero ahora que caminamos erguidos, nuestra columna y algunas articulaciones como la rodillas tienen que soportar mucho más peso y se han convertido en zonas vulnerables de nuestra anatomía, propensas a las lesiones. Ante estos problemas algunos nostálgicos proponen la vuelta a las cuatro patas. Personalmente, creo que el diseño bípedo resulta más eficiente. Los cuadrúpedos ocupan superficies más grandes por lo que se agravarían los problemas de hacinamiento y falta de espacio en las ciudades.

Una solución mejor a estos inconvenientes anatómicos sería la reducción del tamaño de nuestro cuerpo. Como plantea ese curioso largometraje llamado “Una vida a lo grande”, la miniaturización podría traernos toda una serie de beneficios. Al pesar menos, nuestros problemas de espalda y de articulaciones se verían aliviados. Necesitaríamos menos recursos, menos materias primas, instalaciones más pequeñas, menos energía y generaríamos menos residuos. En resumen, produciríamos un menor impacto ambiental. Si esto no fuera suficiente para frenar el calentamiento global, al menos, tendríamos un cuerpo que, por su menor tamaño, podría disipar más calor y, por tanto, se adaptaría mejor a las altas temperaturas.

Kurt Vonnegut, bioquímico, antropólogo, visionario y genial escritor ya hablaba de la miniaturización humana en “Payasadas o ¡Nunca más solo!”, su novela de 1976. En esta distopía vonnegutiana la civilización occidental sufre una grave involución cultural, mientras que los chinos han desarrollado una sociedad tan avanzada a nivel científico y tecnológico que consiguen reducir el tamaño de sus cuerpos hasta hacerlos diminutos.

El problema de la reducción del cuerpo humano es el cerebro. Si queremos mantener nuestras capacidades intelectuales necesitamos un cerebro de gran tamaño. Una cabeza grande y pesada en un cuerpo pequeño supondría agravar los problemas de espalda. Por otra parte, las mujeres necesitarían un canal del parto enorme, en relación con sus nuevos cuerpos, lo que dificultaría su locomoción.

Llegados a este punto deberíamos plantearnos algunas preguntas: ¿de verdad nos hace falta un cerebro tan grande?, ¿realmente necesitamos ser tan inteligentes? El propio Vonnegut respondía a estos interrogantes en “Galápagos”, su apoteósica obra maestra. La novela plantea que un cerebro de gran tamaño puede ser una desventaja evolutiva. En efecto, parece que una inteligencia muy desarrollada conduce a la autoconciencia y, de manera indefectible, a la autodestrucción. La mente es como un insecto que se siente atraído por el fuego.

Algunos científicos piensan que existen indicios de estas tendencias suicidas. El universo contiene un número casi infinito de estrellas y planetas. Las probabilidades de que existan planetas similares al nuestro, con las condiciones necesarias para albergar la vida, son enormes. Por tanto cabría esperar que existieran multitud de formas de vida inteligente. Pero los astrónomos llevan décadas explorando el espectro electromagnético en busca de señales procedentes del espacio exterior (por ejemplo, ondas de radio capaces de recorrer enormes distancias) y hasta la fecha no han encontrado nada. Una posible explicación es la siguiente: cuando las civilizaciones alcanzan cierto nivel de desarrollo tecnológico podrían encontrar el modo de autodestruirse antes de llegar a emitir señales al espacio.

En nuestro planeta, especies sin cerebro o con cerebros diminutos han prosperado durante enormes periodos de tiempo. Las bacterias, con su gran capacidad de adaptación, han demostrado que no es necesario un cerebro para conquistar un planeta. La familia de los cocodrilos prolifera desde hace 200 millones de años en la Tierra con un cerebro del tamaño de una nuez. Comparada con la trayectoria de estos campeones de la evolución, la peripecia humana parece una historia bastante corta y triste que se aproxima a sus capítulos finales.

Si queremos conservar un cerebro de gran tamaño, al menos deberíamos mejorar nuestro sistema límbico, la parte del cerebro que controla las emociones y los instintos: el miedo, el afecto, el hambre, el placer… El sistema límbico desarrolla funciones que consideramos primordiales en la experiencia humana, pero también puede llegar a convertirse en un enemigo temible: está involucrado en los comportamientos violentos, las conductas compulsivas, en la adicción a las drogas, los desórdenes alimentarios, los trastornos de ansiedad y las depresiones. Este pequeño dictador nos controla a través de circuitos de recompensa y castigo, el viejo método del palo y la zanahoria. Aquí serían necesarios toda una serie de interruptores o reguladores emocionales que nos permitieran ecualizar nuestro sistema límbico. De este modo tomaríamos el control de la situación: si alguien comienza a consumir de manera compulsiva pipas al aguasal o ve demasiada pornografía no tendría más que reducir la actividad en los circuitos de recompensa. Esta capacidad para regular nuestras emociones podría paliar muchos de nuestros problemas.

Por ejemplo, el estrés. Cuando el cerebro detecta una amenaza potencial comienza a producir adrenalina y noradrenalina, dos sustancias que nos preparan para una respuesta física rápida e intensa: la huída o la lucha. Además se liberan corticoides que reducen los procesos inflamatorios. Este mecanismo era especialmente útil cuando uno de nuestros antepasados, con su lanza y su taparrabos, era atacado por algún depredador. El problema es que nuestro entorno ha cambiado pero nuestro cerebro no, sigue viendo amenazas letales por todas partes. La acumulación de tareas, las relaciones personales, la presión, los conflictos y las tensiones del día a día no suponen, en la mayoría de los casos, un riesgo real para nuestra supervivencia pero provocan la misma reacción en el sistema límbico. La adrenalina produce un aumento del ritmo cardiaco y la presión sanguínea, los corticoides afectan a nuestro sistema inmunológico y desencadenan alteraciones metabólicas, ansiedad o depresión.

Algo similar sucede con la alimentación. Cuando nuestros antepasados, los cazadores recolectores, encontraban alimentos ricos en grasas o azúcares (un animal grande, frutas o miel) debían comer la mayor cantidad posible. Estos alimentos les proporcionaban grandes cantidades de energía que debían aprovechar ante la perspectiva de pasar varios días sin comer. Por ese motivo nos gusta tanto la comida dulce y grasienta. El problema es que en la actualidad muchas personas tienen un acceso casi ilimitado a este tipo de alimentos que, además, son los más baratos. De este modo, nuestro sistema límbico nos conduce a las enfermedades cardiovasculares, la diabetes y la obesidad.

Poder regular los sentimientos de ira, el miedo, la tristeza, el dolor, el apetito o el sueño nos permitiría elegir la configuración emocional idónea para cada momento y rebelarnos contra el pequeño dictador que llevamos dentro. Necesitamos desarrollar nuevos y mejores interruptores biológicos.