domingo, 30 de septiembre de 2018

Utopista hacia el cielo


A lo largo de la historia insignes pensadores e ingenuos idealistas han concebido todo tipo de paraísos terrenales y sociedades idílicas. La República de Platón, la Utopía de Tomás Moro o la Nueva Atlántida de Francis Bacon son algunos ejemplos.

A estos fantasiosos utopistas se les suele reprochar cierta visión angelical del ser humano o la simplicidad de sus comunidades cerradas y estáticas, tan alejadas de la complejidad y el dinamismo de las sociedades reales. A menudo las utopías resultan más útiles para comprender las peculiaridades del autor y su contexto histórico que para encontrar soluciones viables a los problemas de la sociedad. En las raras ocasiones en que se ha intentado seriamente llevar a la práctica estos ideales, las comunidades utópicas han resultado, en el mejor de los casos, un fracaso y, en el peor, un baño de sangre.

Los Falansterios inspirados por Charles Fourier o la ciudad Nueva Armonía fundada por Robert Owen, fueron breves experimentos desarrollados por socialistas utópicos en el siglo XIX, intentos fallidos de crear comunidades rurales igualitarias y autosuficientes, pero también el origen de las modernas cooperativas agrícolas o los Kibutz. En estas explotaciones israelíes la propiedad de los cultivos y los bienes es colectiva, los salarios se establecen en función de las necesidades de sus miembros, los puestos de responsabilidad son rotativos y las decisiones se toman democráticamente.

El fracaso de la utopía en siglo XX condujo a una nueva era de escepticismo y al advenimiento de su reverso oscuro, la distopía. A menudo, las distopías resultan más interesantes que sus ingenuas primas y proponen una visión de la condición humana más profunda y compleja: “Nosotros” de Evgueni Zamiatin, “1984” de George Orwell, “Un mundo felíz” de Aldous Huxley, “Fahrenheit 451” de Ray Bradbury…


Kurt Vonnegut alcanzó las más altas cotas del género con novelas como "La pianola", “Cuna de gato”, “Payasadas “ o “Galápagos”, en las que el escepticismo, el humor negro, el ingenio y el rigor científico componen deslumbrantes paisajes distópicos. Hoy la distopía prolifera mientras la utopía languidece. El arte y la felicidad son malos compañeros de viaje, en nuestro mundo siempre es más fácil encontrar inspiración para alguna pesadilla colectiva que soñar con una nueva Arcadia.

La antigua Arcadia era un lugar idílico que, según la mitología griega, estaba habitado por felices pastorcillos en armonía con los espíritus de la naturaleza. Este tema ha inspirado a multitud de artistas, desde Virgilio hasta Cervantes, y pudo influir en la formación del ideal utópico. En el fondo, la bucólica Arcadia representa lo opuesto a la idea de civilización e ingeniería social que promueve el pensamiento utópico.

El concepto de paraíso terrenal fue corregido y ampliado por algunos utopistas cristianos. Agustín de Hipona, más conocido como San Agustín, escribió en el siglo XV “La ciudad de Dios”. Describe un mundo en el que conviven dos ciudades mezcladas: la de los hombres, corrompida por el pecado y el paganismo, y la de Dios, un santuario utópico destinado a la vida espiritual. San Agustín advierte a los impíos que la ciudad celestial acabará imponiéndose a la ciudad pagana tras el juicio final.

En 1825 fue publicado “El nuevo cristianismo” de Henri de Saint-Simon. Este conde francés propuso una especie de utopía industrial que permitiría a los verdaderos cristianos erradicar las iniquidades de la “anarquía capitalista”. En este modelo el poder es asumido por los “industriales” productivos, agricultores, obreros y negociantes dirigidos por sus patronos, desplazando a los ociosos improductivos: el clero, la nobleza y los burócratas. Tras su muerte, Saint-Simon se convirtió en el mesías de un nuevo movimiento pseudorreligioso, el sansimonismo, que propugnaba una especie de socialismo elitista, no igualitario, y que influyó en algunos pensadores como Karl Marx.

Cuando las ideas utópicas se mezclan con ingredientes espirituales y personajes mesiánicos, los paraísos terrenales pueden convertirse en un verdadero infierno. La ciudad de Rajnishpuram, fundada en Oregon por un gurú indio y sus seguidores, los neo-sanniasins, en 1980, contaba con sus propios restaurantes, escuelas, teatros, cuerpo de policía y bomberos. Aunque en un principio sus habitantes se dedicaron a la construcción, la agricultura, la espiritualidad y el amor libre, tras años de lucha por el poder y enfrentamientos con las autoridades, acabaron en una escalada armamentística que les condujo al espionaje, el intento de asesinato y los ataques bioterroristas.

Los ideales utópicos poseen tal poder de fascinación que pueden convertir a sus seguidores en fanáticos dispuestos a sacrificarlo todo y a reprimir cualquier disensión. A menudo, acaban atacando a las mismas personas que pretendían salvar con su nueva verdad revelada. “La Costa de los Mosquitos” es una parábola de esa tendencia despótica del utopismo. En esta novela de Paul Theroux, un visionario inventor estadounidense, cansado del estilo de vida burgués, arrastra a su familia a una selva hondureña para fundar una pequeña comunidad utópica, donde sus delirios causarán estragos.

Uno de los mayores críticos del pensamiento utópico fue Karl Popper. En “La sociedad abierta y sus enemigos” ataca los modelos sociales de Platón, Hegel y Marx. Popper distingue entre dos formas de ingeniería social: la utópica, que propone una sociedad ideal junto a los medios para alcanzarla, y la fragmentaria, que se limita a detectar deficiencias en la sociedad real e impulsa reformas para paliarlas. Según Popper la ingeniería utópica conduce a sistemas totalitarios en los que la libertad individual es sacrificada en aras de los ideales colectivos. Sólo la ingeniería fragmentaria puede conducir al progreso y a sociedades abiertas: democráticas y liberales. A pesar de todo, las ideas utópicas siguen resultando atractivas porque, según Popper, en las sociedades abiertas los individuos no pueden refugiarse en lo colectivo, lo que él denomina el espíritu de la tribu, y se ven obligados a ejercer su libertad, cargando con el peso de su propio destino.

De ser cierto, ésto explicaría porqué a los flojos y débiles de espíritu, el pensamiento utópico (y el distópico) nos resulta tan atractivo. La utopía está en decadencia. Quizás porque nos faltan los ingredientes más importantes de la receta utópica: la ingenuidad y el optimismo. Las nuevas ideas humanistas del Renacimiento inspiraron a Tomás Moro para concebir la isla de Utopía. Los hallazgos científicos de su tiempo impulsaron a Fracis Bacon a crear su Nueva Atlántida. El optimismo de una época engendró estas obras que a su vez engendraron más optimismo e inspiraron a muchas personas. A pesar de todo, necesitamos nuevas utopías.

"Utopia", tema extraído del album "Future Politics" de Austra

No hay comentarios:

Publicar un comentario