lunes, 22 de octubre de 2018

Los niños solipsistas


De pequeño, como tantos otros niños, era un consumado solipsista. El tiempo es una fuerza centrífuga, un viaje desde el núcleo del yo hasta sus periferias. Durante la infancia el mundo entero gira en torno a ti, las cosas y las personas no son más que satélites. Hasta que llegan los porrazos y te sacan del error. Los molestos “galileos” que refutan nuestras teorías egocéntricas. Al final, con los años, acabas en el extremo opuesto, convertido en un personaje secundario de tu propia vida.

Pero en aquellos tiempos remotos a veces pensaba que todos las personas, incluso las más cercanas, formaban parte de una gran mascarada, un complejo plan urdido con la única intención de engañarme. Observaba a la gente, esperando descubrir algún error, alguna fisura del sistema que revelara la impostura. Pero no los veía como farsantes, o actores de una comedia al estilo de “El show de Truman”, sino como proyecciones, autómatas en una simulación de la realidad. En el fondo esta creencia, común en algunos niños, es más racional de lo que parece: al fin y al cabo se supone que sólo tenemos pruebas de nuestra propia existencia.

Eso es precisamente el solipsismo, una doctrina filosófica que pone en duda la existencia real de todas las cosas, incluidas las personas, salvo la propia mente. Todo lo demás es considerado pura apariencia, construcciones mentales. Me gustaría pensar que con el tiempo he conseguido superar estas visiones egocéntricas, pero me temo que estoy muy lejos de hacerlo. De hecho creo que las he llevado un poco más lejos: ahora cuestiono el solipsismo porque creo que ni siquiera tenemos pruebas de nuestra propia existencia.

En ese aspecto he pasado del escepticismo cartesiano a las tesis de Hume. En sus meditaciones Descartes comienza cuestionando la existencia del mundo que le rodea. Todo puede ser mera apariencia pero al menos debe existir algo real, el sujeto que percibe y procesa ese universo engañoso, la substancia pensante que conocemos como el yo. David Hume no compartía esta perspectiva, la presencia de percepciones e ideas no implicaban para él la existencia de un sustrato pensante. El yo, según Hume, no es más que una ilusión creada por el flujo de impresiones y actos psíquicos.

Cuando por fin me había convencido de que el solipsismo no era más que una manía ridícula propia de infantes ensimismados, pensadores rancios y gente estreñida en general, descubrí que la física cuántica había comenzado a revelar un extraño mundo subjetivo en el que el observador puede llegar a alterar la estructura íntima de la realidad. Los sistemas físicos estudiados por la mecánica cuántica se encuentran en un estado indeterminado hasta que son “observados”, es decir, medidos o percibidos por alguien, y adquieren unas propiedades definidas. Algunos amigos del cuanto (ciertos físicos cuánticos) han desarrollado una visión radical en la que la realidad sólo se manifiesta cuando una mente consciente la observa. Algo que podemos considerar una nueva corriente solipsista. Por ejemplo, el prestigioso físico John Wheeler propuso una teoría en la que múltiples universos son engendrados, se desarrollan y acaban extinguiéndose. Cada universo cuenta con sus propios valores para las constantes físicas fundamentales, pero sólo aquellos cuyos valores permiten la formación de estrellas, planetas, vida y finalmente conciencia, pueden llegar a ser verdaderamente reales. En los demás universos las observaciones no son posibles y, por tanto, se encuentran reducidos a una existencia fantasmal, latente. Son algo así como la marca blanca de la realidad.

Por increíble que parezca algunos pensadores han conciliado el solipsismo con sus ideas religiosas. El obispo anglicano George Berkeley negaba la existencia de los objetos físicos, sostenía que sólo las percepciones y las ideas que se proyectan en nuestra mente son reales. Pero, en cambio, concebía la existencia de una mente infinita, Dios, que abarcaba todas las ideas y generaba las percepciones para las mentes finitas, nuestros humildes yoes.

El filósofo británico Bertrand Russell contaba la historia de una misiva que se ha hecho célebre: “Una vez recibí una carta de un lógico eminente, la señora Christine Ladd Franklin, diciendo que ella era solipsista y mostrándose sorprendida de que no hubiera otros solipsistas. Viniendo de un lógico, esta sorpresa me sorprendió”.

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