domingo, 26 de agosto de 2018

Los juguetes nihilistas

Mi helicóptero de juguete era un objeto místico que disparaba chorros de agua. En aquella época de mi infancia heredaba algunos juguetes que llegaban a mis sudorosas manos maltrechos e incompletos. Esto imprimió en mi carácter cierto pesimismo y me proporcionó una noción fragmentaria del mundo: el coche teledirigido no andaba, el muñeco estaba manco, al juego de construcción le faltaban piezas, pero aquel flamante helicóptero aterrizó en mi cuarto casi nuevo. Por alguna extraña razón (¿la extinción de incendios?) el helicóptero disponía de un gatillo que, al ser accionado, disparaba un chorro de agua por un conducto situado en la parte delantera. Esto me tenía fascinado: llenabas el pequeño depósito del helicóptero con agua, lo enroscabas en la base y la aeronave ya estaba lista para entrar en acción. Fue un idilio tan intenso como breve, porque un aciago día el pequeño depósito de agua desapareció y sin él, el helicóptero quedó reducido a un estéril trozo de plástico. Quizás mi madre se cansó de que me pasara el día echando agua por toda la casa o, dado mi nivel de ensimismamiento, simplemente lo perdí. La búsqueda del depósito de agua marcó esa etapa de mi infancia, convirtiendo al pequeño objeto del deseo en un poderoso tótem que acabó filtrándose en mi universo onírico. En aquellos sueños mi pequeño santo grial aparecía dentro de un armario, debajo de la cama o en el fondo de un cajón. Pero en el prosaico mundo de la vigilia nunca llegué a encontrarlo y eso me convirtió en un niño escéptico y más pesimista.

Siempre he pensado que mi helicóptero era un vehículo creado para los Madelman, unos muñecos de acción españoles que, junto con sus descendientes, los Geyperman, eran muy populares en aquella época. Pero, tras una ardua labor de investigación en la que he invertido casi cinco minutos, he llegado a la siguiente conclusión: se trataba con toda probabilidad del "helicóptero para operaciones urgentes de salvamento Big Jim". El Madelman también tenía su helicóptero, pero su modelo carecía de los dos elementos que mejor recuerdo: el mencionado tanque de agua y la gran cúpula transparente abatible (no he podido olvidarla porque me pillé los dedos con ella en más de una ocasión). Lo que nunca habría pensado es que mi viril aeronave estuviera destinada a unos muñecos tan ambiguos (por no decir homoeróticos) como los que muestra la imagen. Los Big Jim fueron creados por la compañía de juguetes Mattel para competir con los muñecos G.I. Joe.


Los G.I. Joe fueron concebidos por Stanley Weston en 1963: pretendía crear una versión masculina de la muñeca Barbie, con la que Mattel había conseguido un gran éxito. Inicialmente diseñó unos rudimentarios muñecos militares. Por lo que parece, en Mattel no estaban muy interesados en este tipo de producto y fue Hasbro, una empresa de juguetes más pequeña, famosa por su "Mister Potato", la que finalmente fabricó los G.I. Joe. Había nacido la "figura de acción" (evitaban la palabra "doll" asociada a las muñecas) que cosechó un éxito fulgurante.

Los Big Jim no tenían las connotaciones militares de los G.I. Joe, sus vehículos no estaban concebidos para atacar al enemigo sino para realizar labores de rescate. Al menos, me consuela pensar que eran personajes pacifistas y humanitarios. Años después Mattel desarrolló una nueva línea de figuras de acción, "Los Masters del Universo", una versión hipermusculada de sus predecesores. Pero, curiosamente, reutilizaron algunos elementos de los Big Jim para ahorrar costes. Por ejemplo, "Battlecat", el tigre de combate de He-Man, era la misma figura que se vendía con los Big Jim, pero pintada de verde y con una armadura.


Después del helicóptero llegaron el tren eléctrico y el Autocross. Mi fijación por los medios de locomoción se alimentaba con nuevos objetos. El tren eléctrico era un modelo Ibertren básico, compuesto por una locomotora verde y dos vagones que recorrían eternamente una vía en forma de óvalo. La velocidad del tren no podía regularse, ni podían formarse con los tramos de vía recorridos alternativos. Las posibilidades de interacción eran más bien limitadas (marcha adelante y marcha atrás), pero podía pasarme horas y horas viendo dar vueltas al tren en su órbita elíptica, sumido en una especie de trance hipnótico.


A veces, para aderezar el insípido ferrocarril, creaba en torno al trazado toda una escenografía. Una colcha rellena con distintos objetos simulaba la accidentada orografía del terreno. Para desesperación de mi madre llegué incluso a agujerear la colcha para crear un túnel. Sobre ella colocaba todo tipo de personajes, vehículos, viviendas e instalaciones. En ocasiones, para redondear el conjunto, soltaba a mi hámster en mitad de ese pequeño mundo. Hasta que un día fue atropellado. En el accidente ferroviario subsiguiente el tren descarriló y el pobre roedor quedó atrapado: el pelo se le había enredado en las ruedas motrices de la locomotora. Era una escena cargada de simbolismo: la revolución industrial acabando con la naturaleza. Por primera vez encontré una utilidad para la marcha atrás, al invertir el giro de las ruedas el animalillo, que presentaba ya todos los síntomas de un cuadro de ansiedad, quedó al fin liberado.

El Autocross era un artilugio realmente ingenioso y una de mis posesiones más preciadas: una plataforma de plástico cuadrada que incorporaba un circuito redondo y un panel de mandos. El circuito estaba formado por varios anillos concéntricos conectados. El panel de mandos contaba con una llave para activar el motor, un volante y una palanca de cambios. En el modelo que yo tenía los relojes del panel estaban dibujados en una pegatina, pero un modelo posterior, el Autocross Turbo, incorporaba un velocímetro y un cuentarrevoluciones “reales”. Cuando lo ponías en marcha una varilla magnética comenzaba a girar debajo del circuito. Esto permitía que un diminuto cochecito de plástico con un imán en la base empezara a recorrer el anillo exterior. Al girar el volante en el momento adecuado podías conducir el vehículo desde unos anillos a otros. Las posibilidades de interacción eran escasas, la mayor parte del tiempo me limitaba a ver el cochecito dando vueltas al circuito, sin mover el volante ni cambiar de marcha, abismado una vez más en aquel trance onírico.


Con estos juguetes giratorios la vida se convertía en un viaje que no conducía a ninguna parte. Todo quedaba reducido a un bucle infinito, a un ciclo melancólico, a una cinta de Moebius sin principio ni final. Un eterno retorno de lo idéntico. No existía un objetivo, una finalidad ni un destino. Aquellos juguetes me convirtieron en un niño nihilista.

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