sábado, 1 de septiembre de 2018

Los interruptores biológicos

Últimamente estoy teniendo algunas dificultades para conciliar el sueño. ¿Mala conciencia? Sí, bastante. Pero el problema es el ventilador que mi vecino de abajo tiene instalado en el techo. Con el ruido y la vibración resulta complicado dormir. Me paso las horas de insomnio fantaseando con tormentas solares que destruyen instalaciones eléctricas y con diseños alternativos para el cuerpo humano. Una de mis fantasías recurrentes son los párpados auriculares: si la evolución nos hubiera dotado con estas membranas para bloquear el sonido mis tribulaciones quedarían resueltas y podría dormir a gusto. En general, uno de los problemas del diseño humano es la falta de interruptores o reguladores sensoriales. Estar siempre conectados a la realidad puede llegar a generar angustia existencial como parece sugerir Henry Rollins (músico, actor, comediante y activista) en su gloriosa canción “Disconnect Myself”.

La razón por la que no tenemos párpados en las orejas parece obvia: si los utilizáramos para dormir nos quedaríamos desprotegidos. El cerebro mantiene el sentido del oído activo durante el sueño como medida de seguridad. Bueno, pues quizás lo que deberíamos cambiar es nuestra forma de dormir. Al fin y al cabo dedicar casi un tercio de nuestra vida al sueño parece una gran pérdida de tiempo. Hay otras alternativas interesantes en el reino animal. Por ejemplo, los delfines y las ballenas duermen alternando hemisferios cerebrales. Como tienen que salir a la superficie para respirar, mantienen un hemisferio despierto y otro dormido durante los periodos de sueño. Al igual que las fragatas, unas aves capaces de volar con la mitad del cerebro dormido y un ojo cerrado. También me gusta el sistema que emplean las hormigas: cientos de microsiestas diarias que duran segundos. Algunos cuadrúpedos de gran tamaño dedican al sueño menos horas que nosotros: las ovejas cuatro horas, las vacas y los elefantes cinco, los caballos y los burros sólo tres horas y además pueden dormir de pie.

De hecho, dejar de ser cuadrúpedos para convertirnos en bípedos nos ha traído una serie de problemas de diseño. Nuestra columna vertebral, que originalmente tenía forma de arco, fue “concebida” para soportar el peso de algunos órganos cuando nos desplazábamos a cuatro patas. Pero ahora que caminamos erguidos, nuestra columna y algunas articulaciones como la rodillas tienen que soportar mucho más peso y se han convertido en zonas vulnerables de nuestra anatomía, propensas a las lesiones. Ante estos problemas algunos nostálgicos proponen la vuelta a las cuatro patas. Personalmente, creo que el diseño bípedo resulta más eficiente. Los cuadrúpedos ocupan superficies más grandes por lo que se agravarían los problemas de hacinamiento y falta de espacio en las ciudades.

Una solución mejor a estos inconvenientes anatómicos sería la reducción del tamaño de nuestro cuerpo. Como plantea ese curioso largometraje llamado “Una vida a lo grande”, la miniaturización podría traernos toda una serie de beneficios. Al pesar menos, nuestros problemas de espalda y de articulaciones se verían aliviados. Necesitaríamos menos recursos, menos materias primas, instalaciones más pequeñas, menos energía y generaríamos menos residuos. En resumen, produciríamos un menor impacto ambiental. Si esto no fuera suficiente para frenar el calentamiento global, al menos, tendríamos un cuerpo que, por su menor tamaño, podría disipar más calor y, por tanto, se adaptaría mejor a las altas temperaturas.

Kurt Vonnegut, bioquímico, antropólogo, visionario y genial escritor ya hablaba de la miniaturización humana en “Payasadas o ¡Nunca más solo!”, su novela de 1976. En esta distopía vonnegutiana la civilización occidental sufre una grave involución cultural, mientras que los chinos han desarrollado una sociedad tan avanzada a nivel científico y tecnológico que consiguen reducir el tamaño de sus cuerpos hasta hacerlos diminutos.

El problema de la reducción del cuerpo humano es el cerebro. Si queremos mantener nuestras capacidades intelectuales necesitamos un cerebro de gran tamaño. Una cabeza grande y pesada en un cuerpo pequeño supondría agravar los problemas de espalda. Por otra parte, las mujeres necesitarían un canal del parto enorme, en relación con sus nuevos cuerpos, lo que dificultaría su locomoción.

Llegados a este punto deberíamos plantearnos algunas preguntas: ¿de verdad nos hace falta un cerebro tan grande?, ¿realmente necesitamos ser tan inteligentes? El propio Vonnegut respondía a estos interrogantes en “Galápagos”, su apoteósica obra maestra. La novela plantea que un cerebro de gran tamaño puede ser una desventaja evolutiva. En efecto, parece que una inteligencia muy desarrollada conduce a la autoconciencia y, de manera indefectible, a la autodestrucción. La mente es como un insecto que se siente atraído por el fuego.

Algunos científicos piensan que existen indicios de estas tendencias suicidas. El universo contiene un número casi infinito de estrellas y planetas. Las probabilidades de que existan planetas similares al nuestro, con las condiciones necesarias para albergar la vida, son enormes. Por tanto cabría esperar que existieran multitud de formas de vida inteligente. Pero los astrónomos llevan décadas explorando el espectro electromagnético en busca de señales procedentes del espacio exterior (por ejemplo, ondas de radio capaces de recorrer enormes distancias) y hasta la fecha no han encontrado nada. Una posible explicación es la siguiente: cuando las civilizaciones alcanzan cierto nivel de desarrollo tecnológico podrían encontrar el modo de autodestruirse antes de llegar a emitir señales al espacio.

En nuestro planeta, especies sin cerebro o con cerebros diminutos han prosperado durante enormes periodos de tiempo. Las bacterias, con su gran capacidad de adaptación, han demostrado que no es necesario un cerebro para conquistar un planeta. La familia de los cocodrilos prolifera desde hace 200 millones de años en la Tierra con un cerebro del tamaño de una nuez. Comparada con la trayectoria de estos campeones de la evolución, la peripecia humana parece una historia bastante corta y triste que se aproxima a sus capítulos finales.

Si queremos conservar un cerebro de gran tamaño, al menos deberíamos mejorar nuestro sistema límbico, la parte del cerebro que controla las emociones y los instintos: el miedo, el afecto, el hambre, el placer… El sistema límbico desarrolla funciones que consideramos primordiales en la experiencia humana, pero también puede llegar a convertirse en un enemigo temible: está involucrado en los comportamientos violentos, las conductas compulsivas, en la adicción a las drogas, los desórdenes alimentarios, los trastornos de ansiedad y las depresiones. Este pequeño dictador nos controla a través de circuitos de recompensa y castigo, el viejo método del palo y la zanahoria. Aquí serían necesarios toda una serie de interruptores o reguladores emocionales que nos permitieran ecualizar nuestro sistema límbico. De este modo tomaríamos el control de la situación: si alguien comienza a consumir de manera compulsiva pipas al aguasal o ve demasiada pornografía no tendría más que reducir la actividad en los circuitos de recompensa. Esta capacidad para regular nuestras emociones podría paliar muchos de nuestros problemas.

Por ejemplo, el estrés. Cuando el cerebro detecta una amenaza potencial comienza a producir adrenalina y noradrenalina, dos sustancias que nos preparan para una respuesta física rápida e intensa: la huída o la lucha. Además se liberan corticoides que reducen los procesos inflamatorios. Este mecanismo era especialmente útil cuando uno de nuestros antepasados, con su lanza y su taparrabos, era atacado por algún depredador. El problema es que nuestro entorno ha cambiado pero nuestro cerebro no, sigue viendo amenazas letales por todas partes. La acumulación de tareas, las relaciones personales, la presión, los conflictos y las tensiones del día a día no suponen, en la mayoría de los casos, un riesgo real para nuestra supervivencia pero provocan la misma reacción en el sistema límbico. La adrenalina produce un aumento del ritmo cardiaco y la presión sanguínea, los corticoides afectan a nuestro sistema inmunológico y desencadenan alteraciones metabólicas, ansiedad o depresión.

Algo similar sucede con la alimentación. Cuando nuestros antepasados, los cazadores recolectores, encontraban alimentos ricos en grasas o azúcares (un animal grande, frutas o miel) debían comer la mayor cantidad posible. Estos alimentos les proporcionaban grandes cantidades de energía que debían aprovechar ante la perspectiva de pasar varios días sin comer. Por ese motivo nos gusta tanto la comida dulce y grasienta. El problema es que en la actualidad muchas personas tienen un acceso casi ilimitado a este tipo de alimentos que, además, son los más baratos. De este modo, nuestro sistema límbico nos conduce a las enfermedades cardiovasculares, la diabetes y la obesidad.

Poder regular los sentimientos de ira, el miedo, la tristeza, el dolor, el apetito o el sueño nos permitiría elegir la configuración emocional idónea para cada momento y rebelarnos contra el pequeño dictador que llevamos dentro. Necesitamos desarrollar nuevos y mejores interruptores biológicos.

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