domingo, 14 de octubre de 2018

Las reglas del juego


Siempre que me siento a ver un partido me pongo un poco tenso. Me paso el tiempo pensando en cómo mejorar las reglas del juego y me olvido de todo lo demás. Pasarse la vida pensando en cómo podrían ser las cosas te impide disfrutar del mundo real.

El fútbol sería más interesante si se redujera la longitud del campo y el número de jugadores, si se eliminara el fuera de juego o sólo se permitiera tocar el balón con las piernas. Prohibir los remates de cabeza convertiría al fútbol en un deporte más inclusivo y seguro. Aunque sospecho que en el fondo esta idea me atrae por mi tendencia a la prohibición y mi escasa estatura.

Los finales ajustados en el baloncesto resultan desesperantes: el equipo que va perdiendo intenta detener continuamente el juego realizando faltas. Podría evitarse si cada falta personal que cometiera un equipo fuera sancionada con un tiro libre y posesión para el rival. Con esa medida ya no sería necesario realizar el recuento de las faltas realizadas por cada jugador.

Esta fijación por cambiar las reglas es un vestigio de la infancia. En efecto, siendo niño me pasaba más tiempo ideando nuevos juegos y elaborando sus reglas que jugando. Para desesperación de mis amigos, que tenían que probar aquellos extraños juegos repletos de intrincadas normas.

Esas costumbres cayeron en el olvido hasta que, muchos años después, me tropecé con un ordenador y empecé a recuperar los hábitos de la infancia. Mi primer juego informático fue creado en una hoja de cálculo, era una especie de ajedrez probabilístico muy rudimentario, pero supuso un estímulo para aprender a programar y abordar proyectos más interesantes. Desde entonces he desarrollado nuevos juegos informáticos, la mayoría, sencillos juegos geométricos o numéricos donde se parte de una situación caótica y hay que alcanzar el orden. Una expresión de mi temor a la segunda ley de la termodinámica: la entropía del universo tiende a aumentar.

La programación permite crear lo que anhelan los corazones despóticos: un entorno controlado que se rige por reglas bien definidas, tus propias normas expresadas en código fuente. Es un mundo cerrado y estable, donde no existen las excepciones ni las imperfecciones del mundo analógico, un lugar en el que las reglas siempre se cumplen. Pero el juego más estimulante consiste en crear un nuevo juego. Ese sería un proyecto interesante: una aplicación que permitiera diseñar nuevos juegos de manera sencilla y además ejecutarlos.


Recientemente he descubierto la existencia de una rama de las matemáticas llamada teoría de juegos. Fue desarrollada, entre otros, por el matemático estadounidense John Nash, cuya vida inspiró la película “Una mente maravillosa”. Esta teoría estudia una serie de juegos o conflictos de intereses entre competidores que se influyen mutuamente, para evaluar las mejores estrategias posibles. La teoría de juegos fue desarrollada inicialmente para la economía pero ha sido aplicada con éxito a otras disciplinas como la biología, la computación, la sociología o la estrategia militar. Curiosamente, uno de los tipos de juegos que estudian estas matemáticas son los “metagames”. Se trata de juegos en los que se busca encontrar el mejor conjunto de reglas posibles para otros juegos.

Tengo cierta fijación por las reglas del lenguaje. Con unos pequeños cambios el español sería un idioma menos ambiguo y más sencillo. Sería más fácil leerlo o escribirlo y se ahorraría mucho tiempo y espacio. García Márquez ya lo intentó en una ocasión y, a pesar de ser un  mito de las letras hispánicas, recibió una lluvia de críticas y descalificaciones por atreverse a cuestionar ciertos dogmas lingüísticos.

George Bernard Shaw, dramaturgo, crítico, polemista irlandés, gradualista fabiano y heroico partidario del amor platónico se negaba a seguir ciertas reglas ortográficas y sintácticas del idioma inglés. Era un verdadero reformista político y lingüístico. Consideraba que le alfabeto latino era inadecuado para escribir en inglés así que en su testamento destinó cierta suma de dinero para la creación de un alfabeto fonético con cuarenta símbolos. Tras su muerte se convocó un concurso que dio lugar a la creación del alfabeto shaviano, llamado así en su honor. Con los fondos del testamento se publicó la versión shaviana de su obra de teatro "Androcles y el león", pero cuando se acabó el dinero el alfabeto shaviano fue olvidado.

Estas son mis humildes propuestas para el español:

Sustituir las letras V y la W por la letra B: bida, batio.
Eliminar la H muda: uebo, edor.
Sustituir GE y GI por JE y JI: jimnasia, ajenda.
Sustituir GUE, GUI y GÜ por GE, GI y GU: ogera, gitarra, bilingue.
Sustituir CH por H: aha, ehizo.
Sustituir LL por Y y la Y final por I: cabayo, estoi.
Sustituir Q y K por C: ceso, cilo.
Sustituir CE y CI por ZE y ZI: zeniza, zinta.

De este modo podemos escribir impunemente que "la jimnasta bilingue cemó la gitarra en una ogera" o que "el cabayero abinagrado cortó un cilo de ceso con un aha".

Resulta inquietante comprobar que esa misma tendencia a la simplificación y la sistematización está en el origen de la neolengua, una variante del inglés que George Orwell introdujo en su novela “1984”. En la neolengua el vocabulario se reduce drásticamente y las formas irregulares desaparecen. El uso de prefijos permite eliminar sinónimos y antónimos, por ejemplo, se sustituye malo por “nobueno” o terrible por “dobleplusnobueno”. La misma palabra sirve como sustantivo o verbo y, al agregar sufijos, se obtienen adjetivos y adverbios (speed, speedfull, speedwise). Con ello se reduce la ambigüedad del lenguaje y se pierden matices o significados abiertos.

En la novela, Orwell explica que el Ingsoc, partido único que ejerce el poder totalitario en Oceanía, desarrolla la neolengua para evitar el “crimen de pensamiento”: al transformar y empobrecer el lenguaje pretende hacer imposible la expresión (e incluso la formación) de ideas contrarias a la doctrina oficial. El léxico se divide en tres grupos de vocabularios: el A contiene las palabras de uso común, el B los términos políticos, y el C las palabras técnicas.  El vocabulario B alberga nuevos términos, palabras compuestas o acrónimos, llenos de carga ideológica: bienpensar (ortodoxia política que sustituye palabras eliminadas como justicia o moralidad), sexocrimen (cualquier práctica sexual cuyo objetivo no sea la reproducción), o doblepensar (aceptar pensamientos contradictorios).


El lenguaje no es un sistema cerrado con normas rígidas, ni un instrumento neutro, sino una estructura orgánica que se adapta continuamente a nuestra visión del mundo y que, al cambiar, altera profundamente nuestra forma de interpretar la realidad. La mayoría de artefactos humanos también son sistemas complejos y dinámicos. Están llenos de excepciones, bucles infinitos e irregularidades. Soñar con cambiar las reglas del juego, con reescribir el código de la realidad, sólo conduce a la melancolía.

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