domingo, 16 de septiembre de 2018

Malas decisiones, peores soluciones

Hace unos meses se me estropeó un estupendo televisor LED que tenía menos de tres años. Me hubiera gustado culpar a la obsolescencia programada, pero creo que su prematura avería se debió a mi forma compulsiva de cambiar de canal. Enciendo la tele y no encuentro nada que me guste. Me pongo a cambiar de canal y cuando llego al enésimo ya se me ha olvidado lo que había en los anteriores. Entonces vuelvo al punto de partida y el ciclo se repite. Al final no veo nada, todo se reduce a un eterno retorno de lo idéntico, pero cualquier cosa es mejor que apagar la tele y tener que enfrentarse a la realidad.

Cuando mi televisor se estropeó llamé a mi amigo Alfonso para que me acompañara a comprar uno nuevo y traerlo a casa en su coche. El día que teníamos previsto hacerlo, Alfonso me dijo que tenía que llevar a su madre a urgencias y no podría acompañarme. Así que me fui al hipermercado, compré un televisor y pagué 15 euros adicionales para que me lo trajeran a casa unos días después.

De vuelta en el hogar, trasladé la tele averiada para dejar sitio a la nueva, y entonces hice lo que nunca se debe hacer en estos casos. Una especie de atracción por el abismo, la misma que siente el insecto por la llama, me impulsó a conectar la tele rota que, volviendo de entre los muertos, se puso a funcionar tan alegremente. Sometida a múltiples pruebas, su respuesta fue impecable. Así que volví al hipermercado para deshacer la compra y me devolvieron el coste del aparato, pero se negaron a reintegrarme los 15 euros del traslado, aunque la tele no se había movido un milímetro de donde estaba. Cuando regresé a casa volví a conectar mi televisor resucitado y en media hora volvió a estropearse, esta vez para siempre. Justo entonces me llamó Alfonso para decirme que al final su madre no tenía nada y que me podía llevar al hipermercado. Allí nos fuimos y, a pesar del sentimiento de verguenza e ignominia, volví a comprar la misma televisión.

Puede que Alfonso tenga sus defectos, a veces su conducta resulta un tanto desconcertante, pero es una persona altruista, siempre dispuesta a ayudar a los demás sin esperar nada a cambio. Sus compañeros del trabajo lo saben y algunos se aprovechan de su generosidad. Una de sus compañeras le pidió dinero varias veces y nunca llegó a devolvérselo todo, porque un tiempo después abandonó el trabajo y Alfonso no volvió a tener noticias suyas. Hasta que un año después recibió un inesperado mensaje en su teléfono. En el mensaje la chica le volvía a pedir dinero. En un principio Alfonso decidió no contestar, pero después del primer mensaje llegaron muchos otros, cada vez más apremiantes. Ante tal insistencia, Alfonso se vio obligado a dar una respuesta. De entre los miles de mensajes posibles, decidió enviar el más extraño de todos. Decía lo siguiente: “Soy el hermano de Alfonso. Siento comunicarte que Alfonso ha fallecido en un accidente de tráfico”. La excompañera contestó con un mensaje en el que lamentaba su pérdida y le pedía disculpas por haberle molestado. A pesar de todo el surrealismo, la cosa parecía haber funcionado, pero unos días después apareció un nuevo mensaje: “Siento lo de tu hermano, pero Alfonso me debía 2000 euros y los necesito cuanto antes”. El pobre Alfonso no daba crédito (perdón por el chiste), en realidad era ella la que todavía le debía dinero. Se había convertido en víctima de su propio cainismo. En los siguientes días los mensajes de la chica pasaron del tono plañidero a las amenazas y el ultimátum. Si no le ingresaba la cantidad que pedía, su novio lo buscaría y cobraría la deuda por las malas.


Otro ejemplo del altruismo surreal de Alfonso: me regaló este cubo de comida para cobayas lleno de cedés trasnochados de los noventa, como éste de Transvision Vamp.

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