sábado, 8 de septiembre de 2018

Vehículos contradictorios


Un concentrado catastrófico. El compendio de todos los males de una época oscura. Un enemigo del pueblo. La causa y el resultado de todos los pecados de nuestra civilización. Me refiero a esas cajas de Pandora con ruedas: los automóviles.

¿Por qué emplear términos tan negativos?

Porque nuestra cultura ha convertido el coche en el símbolo espiritual de su fe en la libertad individual. Un concepto aterrador para algunos de nosotros. Poder desplazarte donde quieras y cuando quieras, no estar limitado por los itinerarios de la vida colectiva, resulta inquietante para los escépticos de la libertad.

Porque ha marginado a las personas en los espacios públicos. Las carreteras y las calzadas ocupan el centro de las calles, relegando al peatón a los estrechos márgenes de las aceras. El coche ocupa el corazón geométrico de la ciudad y tiene preferencia de paso, interponiendo un millar de obstáculos en el camino del marginal viandante.

Porque hemos adoptado una tecnología de transporte peligrosa antes de contar con los medios necesarios para controlarla, sacrificando en el proceso a millones de personas.

Porque el coche envilece el mundo material y también el espiritual. Envenena el cuerpo con gases  y atormenta el alma con ruidos. La contaminación que produce sigue aumentando porque, a pesar del desarrollo de motores más eficientes y la tímida irrupción del coche eléctrico, en las economías emergentes la noble bicicleta está siendo sustituida por automóviles a un ritmo frenético.


Porque son enemigos de la literatura. Muchas personas se marean al intentar leer en un coche. Este mareo procede de la discrepancia de nuestros sentidos: los ojos al concentrarse en el libro indican al cerebro que nos encontramos inmóviles, mientras que el oído interno registra los movimientos del automóvil. Se trata de vehículos mentirosos que intentan engañarnos: el desconcierto sensorial resultante es procesado en el cerebro y se traduce en mareo, desorientación y náuseas. Esto no ocurre en el noble ferrocarril, más tolerante con la cultura escrita.

Porque los problemas de tráfico, aparcamiento y contaminación hacen ineludible una reducción de tamaño, pero cada año se fabrican automóviles más grandes. Las ventas de los SUV se disparan y los nuevos modelos superan en centímetros a sus predecesores en una imparable escalada, una carrera armamentística para determinar quién la tiene más grande.

Porque el coche supone una involución histórica. A los humanos nos llevó miles de años alcanzar la revolución neolítica, el momento crucial en el que superamos el primitivo nomadismo de los cazadores recolectores gracias al descubrimiento de la agricultura y la ganadería. El noble sedentarismo permitió el desarrollo imparable de la cultura humana hasta que la irrupción del automóvil comenzó a revertir el proceso. El coche nos reduce a la condición de primitivos y anacrónicos nómadas.

Yo procedo de una estirpe de grandes sedentarios. Mi bisabuelo, agricultor y carbonero, vivía en una casa en mitad del campo. Para desesperación de su mujer, este señor se negaba en redondo a abandonar el terruño. Ella le pedía que la llevara al pueblo, a las fiestas o a la romería, pero el noble sedentario rechazaba tales pretensiones. Un día, al volver de los campos de labor, mi bisabuelo divisó una pareja que huía al galope. Ella no era otra que su esposa, que abandonaba el hogar conyugal (y a sus hijos) para no volver. Preso de la ira, mi ilustre antepasado buscó su escopeta para disparar al jinete, pero el gatillo se le enganchó en los sarmientos de una vid y casi se voló la cabeza. Este hombre marcó las siguientes generaciones de la familia: algunos de nosotros hemos heredado su tendencia al sedentarismo y al fracaso sentimental.

Porque el cine, la televisión y la publicidad han convertido al automóvil en un objeto místico, un icono de la cultura moderna, un poderoso símbolo de las sociedades organizadas en torno al consumo.

Porque nos confiere la engañosa sensación de controlar nuestro destino. Cuando, en realidad, el mundo es un lugar caótico y estamos sometidos en todo momento a los caprichos de la teoría de la complejidad.

Y sobre todo porque cuando alguien adquiere su primer automóvil abandona para siempre los dominios de la inocencia y se convierte en miembro del siniestro club de los adultos. Condición necesaria para poder enfrentarse con los préstamos bancarios, los impuestos de circulación, los seguros, los atascos, las averías, los taimados mecánicos, la lucha por el aparcamiento, las multas y los conflictos entre conductores.

A pesar de todo ello y, aunque no tengo coche ni permiso de conducir, debo reconocer mi secreto e inconfesable amor por los automóviles.

Desde muy pequeño comencé a sentir fascinación por ellos. Lo primero que dibujé fueron coches. Descubrí la tercera dimensión  añadiendo profundidad al contorno plano de un automóvil. Me pasaba las tardes viendo "El coche fantástico" y jugando al Scalextric en casa de un amigo. Conocía todas las marcas y los modelos de coches. A veces me sentaba ante una ventana, equipado con un cuaderno y un reloj: apuntaba todos los modelos que pasaban por delante de casa durante un tiempo establecido para elaborar gráficos y estadísticas con los resultados.

Debo confesar que en ciertos comercios y bibliotecas ojeo subrepticiamente las revistas de coches como si se tratara de pornografía, que en los últimos años he visitado varias veces el salón del automóvil de mi ciudad como quien visita un museo y me he montado en algunos de los coches expuestos con una sonrisa en los labios y la ilusión de un niño. Debo admitir también que hace unos años me compré una consola de videojuegos que he utilizado exclusivamente con simuladores de conducción. Que yo mismo he programado rudimentarios juegos de coches para entregarme a mi inconfesable vicio. Uno de los juegos que desarrollé te permite conducir durante horas por una carretera esquemática e infinita que se va generando aleatoriamente a medida que la recorres. Y por último debo reconocer que hay ciertos coches que consiguen cautivar mi imaginación, como el Nissan Cube, una pequeña joya del arte moderno, un vehículo que sólo puede trasladarme a la infancia.



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