martes, 6 de noviembre de 2018

La biblioteca aleatoria


Yo había ido a la biblioteca para buscar algo de anestesia literaria. Estaba a punto de irme con las manos vacías (y sudorosas) cuando me fijé en un libro. Era "Los colores de nuestros recuerdos" de Michel Pastoureau, una mezcla de teoría cromática y libro de memorias. Aunque no me convencía mucho lo tome prestado y una vez en casa comencé a hojearlo. Advertí que dentro del libro había algo. Es habitual encontrar todo tipo de papeles en los libros: tarjetas, recibos, notas... Yo mismo suelo utilizar ciertos naipes para marcar las páginas y, en ocasiones, acaban en la biblioteca. Pero lo que había dentro de este libro era un décimo de lotería. No le di mayor importancia, la fecha del sorteo, grabada en el boleto, ya había pasado.

Pero unas horas más tarde me venció la curiosidad propia de nuestra naturaleza primate y acabé buscando el número del boleto en internet. Para mi sorpresa resultó estar premiado con veinte euros, una cifra muy modesta pero nada despreciable para mi magra economía. Estaba pensando en comprar algo, quizás un regalo, cuando me asaltaron algunas dudas morales. ¿No debería devolver el boleto a la biblioteca? Aunque yo no podía saber quién había comprado el billete, las bibliotecarias podrían localizar al anterior usuario que sacó el libro, que con toda seguridad sería el legítimo propietario. Tengo que reconocer que lo que me impulsó a devolver el boleto no fue tanto mi sentido del deber como la vanidad. Ya estaba fantaseando con la idea de convertirme en una especie de héroe ascético, en un campeón moral. Como esos taxistas que devuelven un maletín olvidado lleno de dinero, me veía siendo entrevistado por la prensa local y presentado como el último ciudadano íntegro en un mundo corrompido por el egoísmo y la codicia.

Al día siguiente, inflamado por estas ideas estrambóticas, me dirigí a la biblioteca con el boleto en el bolsillo. Pero resultó que ninguna de las bibliotecarias que yo conocía estaban presentes y decidí no devolver el billete de lotería. Me dije a mí mismo que no podía devolverlo a un bibliotecario desconocido pues, en ese caso, era más probable que el boleto no llegara al legítimo propietario y que el ladino funcionario lo acabara invirtiendo en libaciones alcohólicas. Me temo que el verdadero motivo era otro: devolverlo en ese momento me habría impedido lucirme ante las bibliotecarias que me conocían desde hacía tanto tiempo. No podía permitir que nadie me estropeara el egotrip.

Por lo que parece, estas empleadas estaban de vacaciones o habían cambiado el turno, así que el boleto siguió en mi bolsillo durante semanas de visitas frustradas. Hasta que un buen día, al entrar en la biblioteca, las vi sentadas tras el mostrador y comprendí que había llegado mi momento. Me aproximé lentamente, como hacen los héroes de las películas, saqué el boleto de lotería y expuse la situación. Yo esperaba que el tiempo se detuviera, que las bibliotecarias prorrumpieran en exclamaciones de júbilo y admiración, que los allí presentes aplaudieran emocionados y cayera confeti del cielo, pero en realidad no pasó nada de eso. La bibliotecaria a la que se lo entregué no mostró mucho interés, más bien fastidio por tener que buscar al propietario para llamarlo. Avergonzado por el fracaso de mi empresa, por el carácter ilusorio de mis pretensiones, me refugié en la planta superior de la biblioteca.


Cuando finalmente me decidí a bajar a la primera planta para volver a casa, la bibliotecaria me dirigió las siguientes palabras: "He llamado a la persona que sacó el libro antes que tú. No recordaba haberse dejado nada dentro del libro. Pero cuando le he dicho que era un boleto de lotería premiado, ha dicho que sí, que era suyo, y que vendría enseguida a recogerlo".

No hay comentarios:

Publicar un comentario