jueves, 12 de julio de 2018

Quema la suerte

Quiero empezar diciendo que siempre he considerado que la ciencia y el lenguaje en el que se expresa, las matemáticas, son las únicas herramientas con las que podemos contar para acceder al mundo del conocimiento. Pero, por desgracia, debo admitir que no todo en mi vida se somete al imperio de la razón. En el cajón de los cubiertos tengo una cucharilla especial que bajo ningún concepto debe ser utilizada. Si las demás están sucias y no hay tiempo para fregar, se coge una cuchara sopera: quién sabe qué infortunios podría depararnos el destino si nos tomamos un yogur con la cucharilla prohibida.

También tengo unos calcetines malditos. Cada vez que me ponía ese par de calcetines blancos (decorados con una inquietante banda amarilla) caía sobre mí alguna calamidad. Al principio intenté resistirme al impulso irracional de establecer una relación causa-efecto, pero acabé por desterrarlos al cajón de los calcetines cojos y no he vuelto a ponérmelos.

Muchas personas poseen talismanes y objetos que, supuestamente, les traen buena suerte, en cambio, yo sólo dispongo de estos antiamuletos. La solución a este tipo de tribulaciones parece obvia: deshacerse de los objetos proscritos. Pero una extraña lógica me conduce a pensar que si tirara la maléfica cucharilla, todas las demás se convertirán, automáticamente, en cucharillas de la mala suerte y lo mismo ocurriría con los calcetines. En cierto sentido, podemos considerar estos objetos como una especie de esponjas místicas, capaces de absorber la sustancia tóxica portadora del mal y preservar, de ese modo, a todos los demás.

También poseo algunos discos malditos que, por mucho que me apetezca, nunca debo escuchar: uno de los Espers (una banda americana de folk paranormal) y otro de King Diamond (quizás por las tendencias satánicas del gran artista danés o quizás por el curioso parecido que guarda con el cantante gallego Juan Pardo, al que algunos consideran gafe)

En realidad, creo que estas supersticiones no son más que vestigios de la infancia. Cuando era pequeño tenía muchas manías, algunas vinculadas a los números. Por algún motivo pensaba que los pares eran buenos y los impares malos. Por ejemplo, siempre subía los escalones de dos en dos, evitando pisar los peldaños impares. Por las noches, mi particular forma de rezar consistía en contar desde uno hasta una cifra elevada: cien, quinientos… En ese aspecto, era una especie de niño pitagórico.

La escuela pitagórica fue fundada en el siglo VI a.C. por Pitágoras de Samos en el sur de Italia. Los pitagóricos consiguieron grandes avances en matemáticas y geometría, pero tenían una visión mística de los números, que consideraban el principio rector de la realidad. Era un grupo de grandes pensadores, aunque se comportaban más como una secta religiosa que como una escuela filosófica o científica. Estaban obligados a mantener en secreto sus hallazgos matemáticos: se cree que uno de sus miembros fue asesinado por revelar el descubrimiento de los números irracionales y otro por filtrar el secreto de la construcción del dodecaedro.

Consideraban que el número diez, resultado de sumar los cuatro primeros números, era el más sagrado. Su lista de parejas antitéticas estaba compuesta por diez principios fundamentales y sus opuestos. La segunda antítesis recoge la dualidad par-impar: por lo que parece, también practicaban ese tipo de maniqueísmo numérico. Además, los pitagóricos llevaban una vida ascética. Tenían prohibidos ciertos placeres sensuales como, por ejemplo, comer habas. Yo también renuncio a comerlas.

Hace un tiempo me leí “El gen egoísta”, un tratado sobre genética que se ha convertido en obra de culto. Hacia el final del libro, Richard Dawkins introduce el concepto de meme. Al igual que los genes han dirigido la evolución biológica a lo largo de millones de años, en la sociedad humana los memes rigen la evolución cultural, que es infinitamente más rápida. Los memes son ciertas ideas o unidades culturales a las que Dawkins atribuye entidad propia y que se comportan como genes, es decir, son capaces de surgir, propagarse y mutar en nuestro entorno social, de cerebro en cerebro.

Supongo que las supersticiones son uno de los tipos de memes más virulentos. Aunque parezcan costumbres irracionales, en realidad, las decisiones que nos conducen a adoptarlas tienen su lógica. Generalmente, consideramos improbable que cierta superstición tenga una base real. En cambio, el riesgo que supone violar un ritual supersticioso promete ser enorme, lo que confiere a estos memes un gran potencial de contagio.

Existen, además, otros argumentos racionales para la superstición. Recientemente, algunos pensadores y científicos han postulado una extraña teoría según la cual no se puede descartar que el universo en el que vivimos sea, en realidad, una gran simulación informática. Si esto fuera cierto, racionalmente, nadie podría asegurarme que el sumo programador, haciendo gala de un siniestro sentido del humor, no hubiera introducido en la simulación algunas líneas de código que desencadenaran alguna calamidad si me pongo los calcetines equivocados.

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