sábado, 28 de julio de 2018

En las cimas del ridículo

Un día en un campo de fútbol me ocurrió algo inesperado que cambió mi perspectiva de las cosas. Estaba jugando un partido con unos amigos y me tocó ponerme de portero. El balón se encontraba en ese momento lejos de la portería y empezaba a aburrirme, estaba experimentando la célebre soledad del portero. Para mitigar el tedio y quemar un poco del excedente energético propio del adolescente que era, empecé a dar saltos e intenté colgarme del larguero. Pero mis dedos, impregnados de sudor, resbalaron por la superficie cilíndrica del travesaño. En la caída, la inercia del movimiento impulsó mi espalda hacia atrás y mis pies hacia arriba. Mi cabeza se dirigía directa hacia el duro suelo y cerré los ojos esperando el impacto. Pero no llegó. De pronto me sentí ingrávido, suspendido en una especie de levitación asistida. Cuando abrí los ojos vi que uno de mis pies, al proyectarse hacia arriba, se había enredado en la red de la portería. Para mi bochorno, me encontraba colgado boca abajo como si fuera un jamón serrano o un murciélago en plena siesta.

Un instante antes mi vida circulaba por los cauces de la normalidad y de repente me encontraba expuesto a todas las miradas en una posición sumamente ridícula. Y entonces cobré conciencia del verdadero alcance de la situación: me consideraba desafortunado por el curso que habían tomado los acontecimientos. Hubiera preferido caer de espaldas desde una altura considerable y aterrizar sobre mi cabeza, antes que enfrentarme a una circunstancia tan bochornosa. Comprendí que el miedo al ridículo puede ser más fuerte que el miedo al dolor, el instinto de conservación o el apego a la vida.

En ocasiones, este miedo puede resultar de gran utilidad social. Muchas personas encuentran atractiva la idea de infringir las normas, aunque sólo sea a nivel teórico. El cine, la televisión o la literatura han contribuido a idealizar este concepto de trasgresión. Lo prohibido nos remite al pecado y la tentación, en cambio, nos resulta muy duro enfrentarnos al ridículo. Las personas no van por la calle desnudas porque esté prohibido, sino por miedo a hacer el ridículo. Un temor que emana de otros miedos ancestrales: el miedo a ser distinto, a ser excluido del grupo. La mejor manera de erradicar conductas incívicas o peligrosas es generar un relato colectivo que las convierta en ridículas (además de prohibirlas, claro).

Unos años después de aquel partido, fue anunciado en mi instituto un gran acontecimiento. Unas estudiantes de otro centro nos visitarían para representar una célebre obra de teatro: "La casa de Bernarda Alba". El día señalado nos dirigimos al salón de actos para ver a las visitantes que, para ese momento, ya se habían convertido en consumadas actrices y estrellas rutilantes en el teatro de nuestros sueños. Pero, justo antes del comienzo, uno de los profesores nos comunicó que al termino de la representación un grupo de estudiantes tendría que subir al escenario para obsequiar a las actrices con flores. Y quiso la mala suerte, una vez más, que yo estuviera entre los elegidos. Me pasé toda la representación centrifugando el cerebro como una lavadora enloquecida. No capté el menor detalle del argumento, que Lorca me perdone, pues mi mente no podía concentrarse en nada que no fuera el trance que me esperaba. Para colmo de males, me había presentado en chándal, con muy malos pelos y bastante desaliñado. Después de un siglo de tribulaciones, la obra terminó y yo me dirigí al pie del escenario como un condenado a muerte se dirige al patíbulo. Nos dieron un ramo de flores a cada uno y las instrucciones pertinentes: cada chica sería presentada ante el público, todos la aplaudirían y uno de nosotros subiría al escenario desde un lateral para darle el ramo y dos besos. Comenzó la mascarada. Tenía la boca seca y las manos húmedas, se acercaba el momento. Cuando, finalmente, llegó mi turno agarré fuerte las flores, subí los peldaños que conducían al escenario y me aproximé a la chica que me había tocado en suerte, pensando que sería rápido e indoloro, pero entonces se me paró el corazón. Surgido, como por encantamiento, desde el otro extremo del escenario, otro chico se me había adelantado y le estaba entregando su ramo a la actriz en ese preciso momento. La chica retrocedió, el chico desapareció y, como si se tratara de un extraño número de magia, yo me quedé solo en mitad del escenario, ataviado con un triste chándal y portando el ramo de flores que me convertía en un estrafalario novio abandonado en el altar de su dolor. Quiso el destino que, en un instituto azotado por el fracaso escolar y la desidia, el alumnado cobrara un súbito interés por las artes escénicas y abarrotara el salón de actos. Trescientos adolescentes inmisericordes estallaron en una lacerante carcajada colectiva que hizo estremecerse el entarimado y me proporcionó una nueva perspectiva de la idea del ridículo.

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