martes, 3 de julio de 2018

Prohibir el prohibido prohibir

“Prohibido prohibir”, además de un libro de Esperanza Aguirre, fue un célebre estribillo de las revueltas de Mayo del 68 en París y una especie de conjuro mágico que se esgrime siempre que se discute sobre prohibir algo.

Porque hoy en día esto de prohibir tiene muy mala prensa. A veces se nos olvida que lo único que separa nuestra civilización del “holocausto caníbal” es un conjunto de prohibiciones. Y no sólo me refiero a las leyes, sino a todo un sistema de principios morales. Por ejemplo, de los diez mandamientos judeocristianos, siete están formulados en forma de prohibición.

Generalmente se considera que toda prohibición constituye un ataque contra la libertad. Éste es un concepto muy importante en nuestra sociedad, está omnipresente en el discurso político y económico (libertades individuales por la izquierda, libertad de mercado por la derecha) o en los mensajes publicitarios. Personalmente, creo que la libertad está un poco sobrevalorada. Ejercerla implica tomar decisiones, cuando se toman decisiones se cometen errores y éstos conducen a la infelicidad. Al llanto y rechinar de dientes. Mejor que las decisiones las tome otro por mí y, si la cosa sale mal, al menos me quedará el triste consuelo de culpar a alguien.

Estoy exagerando un poco, claro, la libertad no siempre es una carga, pero es mejor restringirla a ciertos ámbitos, fuera de los cuales no tiene mucho sentido. No necesitamos elegir entre comer y pasar hambre, entre la seguridad y el miedo, o entre la salud y la enfermedad.

Uno de los debates habituales en torno a la libertad y las prohibiciones es el de la legalización de las drogas o la prostitución.

El caso del tabaco es revelador. Los estados han perdido mucho tiempo y dinero en campañas contra el tabaquismo. Pero sólo se han obtenido resultados positivos cuando se ha prohibido publicitar las marcas de cigarrillos y fumar en espacios públicos o centros de trabajo. Éste debe ser el camino a seguir con otras drogas. Como el alcohol, responsable de tanta violencia, accidentes y enfermedades.

Es posible que en los países que han legalizado la prostitución se haya reducido la actividad mafiosa o se hayan incrementado los controles sanitarios. Pero la principal consecuencia ha sido la aparición de macroprostíbulos que compiten por captar la creciente demanda y el turismo sexual ofreciendo tarifas planas. En estos lugares las prostitutas (y los prostitutos) trabajan en condiciones cercanas a la esclavitud sexual y están obligados a pagar impuestos, lo que convierte al estado en una especie de gran proxeneta.

Se podría pensar que cuando dos personas se ponen de acuerdo en intercambiar sexo por dinero están ejerciendo su libertad personal y, por tanto, nadie debería impedirlo. Es un argumento tramposo, con él podríamos justificar la esclavitud remunerada, el canibalismo remunerado y otras atrocidades remuneradas. El sentido de toda prohibición debe ser limitar ciertas libertades para preservar otras de mayor rango, en este caso la libertad sexual.

Estoy empezando a deslizarme por una pendiente resbaladiza: esto pretendía ser un alegato contra la libertad. Porque a mí lo que realmente me gustaría es prohibirlo casi todo: el tabaco, el alcohol, los juegos de azar, la videncia, el marketing, las casas de apuestas, la homeopatía, las banderas, los petardos, las sectas, los zapatos de tacón, las empresas piramidales, el deporte profesional, las pseudociencias, los cosméticos, el glutamato monosódico, los coches, las redes sociales... Bueno, quizás estoy exagerarando un poco otra vez.

Recientemente he descubierto que existe algo llamado anarcocapitalismo. Se trata de una especie de doctrina política que lleva las ideas del liberalismo hasta sus últimas consecuencias. Plantea la supresión de los estados, que serían sustituidos por el libre mercado. No existirían impuestos, por lo que la justicia, la policía o los ejércitos serían gestionados por empresas privadas. Para un escéptico de la libertad como yo (liberticida, dirían otros) algo así me produce escalofríos. Es como si para repartir un pastel le proporcionamos un cuchillo a cada comensal. En las sociedades en las que casi todo está permitido, lo primero que sucumbe es precisamente la libertad, la de los más débiles, claro. Algunos de ellos no probarán el pastel, otros perderán algún dedo.

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