miércoles, 18 de julio de 2018

Medianías

Hace no tanto, personas de toda índole y condición, con diferentes recursos y estilos de vida, veían los mismos programas de televisión, escuchaban la misma información y la misma música en la radio, o leían los mismos periódicos y revistas. En definitiva, compartían un relato similar acerca de la vida, la sociedad o la cultura. En España, durante los años ochenta, el concurso televisivo “Un, dos, tres” alcanzó una audiencia máxima de 20 millones de espectadores, lo que representaba, en ese momento, alrededor del 70% de la población total del país. Los medios de comunicación actuaban como una especie de cemento social, contribuyendo a cerrar las brechas existentes entre distintos grupos. Se podría objetar que la oferta de contenidos era más bien escasa y que, por tanto, el discurso de los medios era más pobre y uniforme. Es cierto que en aquella época sólo existían dos canales de televisión en España, ambos públicos, y que uno de ellos sólo emitía unas horas al día. Pero, en contra de lo que cabría esperar, la calidad y la variedad de la programación televisiva, en términos generales, era superior a la actual. Algunos contenidos de entonces hoy serían impensables: “La clave”, “Estudio 1”, "Cantares", “Viaje con nosotros”, “La edad de oro” o “Historias para no dormir” son sólo algunos ejemplos. También había cosas muy malas, claro, pero era más fácil que los discursos minoritarios y algunas voces discordantes se colaran en los medios de comunicación.

Años más tarde, el inminente advenimiento de internet prometía el acceso universal a la información y la democratización de los medios. Gracias a la red, millones de personas se comunican e informan de forma rápida y sencilla. Pero internet también nos ha deparado algunas plagas bíblicas como las redes sociales, las noticias falsas o el filtro burbuja. El lingüista y filósofo estadounidense Noam Chomsky afirmó, hace unos años, que la aparición del telégrafo y las bibliotecas públicas tuvieron un impacto mayor en las comunicaciones y el acceso a la información que internet. No es de extrañar, a diferencia de internet, en una biblioteca pública la información está ordenada, es fiable en la medida que se puede determinar su origen, los contenidos disponibles son elegidos en función de su calidad, el acceso a los datos es gratuito, está libre de publicidad o intereses ocultos y la información es igual para todos los usuarios. Ésto último es importante: si dos personas buscan la misma información en internet y obtienen distintos resultados en función de lo que la red conoce de ellos, la consecuencia será el acceso preferente a los datos que encajan con nuestros gustos u opiniones. A la larga, este proceso nos acaba convirtiendo en personas más miopes y radicales. En la era de la radio y la televisión, la oferta era limitada: estabas obligado a escuchar ideas u opiniones que te eran ajenas y con las que podías no estar de acuerdo. Internet nos permite consumir exclusivamente contenidos que nos reafirman en nuestras posturas. Las redes sociales han creado un clima de terror, en el que las diferencias son imperdonables y las opiniones divergentes se pagan con la exclusión, el silencio e incluso el acoso. La antigua censura de los medios de comunicación ya no es necesaria en internet, ahora los usuarios de las redes se autocensuran para no perder seguidores o “likes”. Al final, el flujo de la información se está invirtiendo: internet comenzó como una herramienta para facilitar a los usuarios el acceso a los datos y se está convirtiendo en un medio para facilitar el acceso a los datos de los usuarios. Cada uno de nuestros clicks en la red es atesorado, clasificado y subastado automáticamente.

Hace unos meses se anunció la disputa de un combate de boxeo que sería retransmitido a todo el mundo desde Las Vegas. El combate, presentado como evento global y definitivo, enfrentaría a un célebre campeón de boxeo y a un luchador de artes marciales mixtas (el deporte de moda en televisión por la abundancia de sangre y la escasez de reglas) Un canal en abierto comenzó entonces a emitir una serie de reportajes sobre la preparación del combate. Un producto tan desconcertante como revelador, verdadero compendio de algunos elementos característicos de nuestra cultura: la exaltación del lujo, la impostura a través de las redes, la banalización de la violencia o la hipertrofia sexual. El boxeo solía tener cierto aire de romanticismo marginal asociado al cine negro. La estética de estos reportajes remitía al hip-hop, la telerrealidad y el porno. En ellos, los luchadores aparecían entre cochazos tuneados, señoritas en paños menores, joyas king size y fajos de billetes, mientras la mayoría de los espectadores ni siquiera podrían pagar lo que costaba ver el combate en televisión o internet. Se trata de una nueva clase de pobres, digamos pobres mediáticos, aquellos que no pueden costearse los contenidos premium de los medios y deben conformarse con los gratuitos, que ya no son contenidos genuinos, sino productos atrasados, defectuosos, incompletos o, como en este caso, mera propaganda de los verdaderos contenidos.

Recientemente en España, un canal de televisión, propiedad de un célebre club de fútbol ha conseguido varios registros de audiencia históricos. Un canal que sólo emite eventos deportivos atrasados y repetidos hasta la náusea, testimonios de aficionados foráneos que narran cómo les fue revelada la verdad de su nueva fe, y panegíricos sobre los héroes del club recitados por supuestos periodistas al servicio de la causa. Una realidad alternativa en la que no existe el fracaso, puesto que las derrotas del club no son emitidas. Una mirada aterradora al futuro de la televisión en abierto, donde ya no será posible distinguir la publicidad de los contenidos.

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