martes, 26 de febrero de 2019

Los portadores del pollo sagrado


Hace unos días me llamó mi amigo Gabriel. Me dijo que tenía la intención de hacerme una visita aquella tarde, después de ver "Servir y proteger". Pero se presentó a la hora de comer, mucho antes de lo previsto y, aunque en su visita anterior le había dado un ultimátum, al final acabamos viendo "Servir y proteger", una vez más, mientras comíamos algo. Porque Gabriel, siempre generoso, había aparecido con varias bolsas del Dia repletas de fruslerías y un pollo asado bastante reseco que apenas probamos. Gabriel se pasa las horas en los supermercados consultando la información nutricional de los productos, el contenido de azúcar, las grasas saturadas, pero lo que suele comprar es comida precocinada grasienta, chucherías y dulces, motivo por el cual su aspecto es cada vez más piramidal.

"Servir y proteger" es una serie de ficción que narra las peripecias de una serie de policías que trabajan en una comisaría de barrio (mujeres en su mayoría) y una serie de malhechores (en su mayoría hombres) poniendo el foco más en las interacciones sentimentales entre ambos colectivos que en la persecución del crimen y la aplicación de la ley que parecen sugerir su título, pues, al fin y al cabo, se trata de una telenovela. Una vez terminado el capítulo de "Servir y proteger", que se hizo eterno, Gabriel manifestó su intención de marcharse enseguida.

Un compañero traslada diariamente en coche a Gabriel desde un punto cercano a su casa hasta el lugar en el que ambos trabajan. Pero aquella mañana el compañero de Gabriel había sido denunciado por su pareja de hecho (una ciudadana rumana) y como consecuencia había sido conducido por la policía (la de verdad, no la servil y protectora) a los calabozos de unas dependencias policiales. De manera que Gabriel se quedó sin medio de transporte y se vio obligado a desplazarse aquella mañana hasta la casa de su hermano para tomar prestado el coche de éste y alcanzar su destino con casi tres horas de retraso, lo que le valió la amonestación verbal de un superior.

En realidad Gabriel tiene su propio coche, la versión más deportiva y amarilla de un pequeño utilitario, que adquirió de segunda mano por consejo de un compañero que le aseguró que se trataba de un chollo. Para empezar, los neumáticos del coche estaban realmente deteriorados, pero al tratarse de neumáticos deportivos de perfil bajo, el precio de un juego nuevo estaba fuera del alcance de Gabriel y no pudo sustituirlos. Poco tiempo después de adquirirlo le abrieron el coche y le sustrajeron los asientos deportivos tipo semibaquet, cuyo coste era tan elevado que no pudo reemplazarlos por los originales sino por los asientos de un modelo anterior que compró en un desguace y que, naturalmente, no encajaban correctamente en su coche y que, además, le impedían abrocharse el cinturón de seguridad. A estas circunstancias, que habían convertido el vehículo en una especie de trampa mortal, se añadió una seria avería del motor que finalmente indujo a mi amigo a buscar transportes alternativos.

El caso es que después de disfrutar con fervor religioso de un nuevo capítulo de "Servir y proteger", Gabriel debía abandonar mi hogar para devolverle el coche a su hermano, puesto que, aunque dicho hermano no utilizaba el vehículo para desplazarse a su puesto de trabajo, sí lo necesitaría en breve para recoger a su esposa (una ciudadana peruana) en un lugar no especificado por Gabriel, que en lo tocante a su cuñada, suele mostrarse poco comunicativo. Los avatares sentimentales de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado combinados con una comida más bien indigesta me habían dejado una sensación de estancamiento físico y emocional que me hizo considerar la posibilidad de abandonar momentáneamente la seguridad intrauterina del hogar y mi sedentarismo habitual para dar una vuelta con Gabriel hasta el lugar donde había aparcado el coche de su hermano.

Como pronto estaría de vuelta no me molesté en cambiarme, simplemente me puse el abrigo sobre la ropa de estar en casa, un conjunto raído y abigarrado que me daba el aspecto de un indigente expresionista y abstracto. Cuando llegamos al coche después de un rodeo para estirar las piernas, Gabriel me propuso acompañarlo hasta la casa de su hermano. En principio me negué rotundamente porque me daba vergüenza presentarme de aquella guisa ante su hermano y su cuñada, pero Gabriel me aseguró que no los veríamos, que simplemente dejaríamos el coche aparcado y, como la casa no estaba muy lejos, podríamos volver andando. Gabriel despejó el asiento del copiloto que estaba lleno de objetos indescifrables y me acomodé a su lado con los pies sobre un bidón de anticongelante.

Durante el trayecto perdí un poco la noción del tiempo y el espacio, nos metimos en un atasco, a esa hora la gente volvía del trabajo, y luego nos desviamos por unas calles desiertas. No sabía muy bien donde estaba, pero seguramente, a juzgar por el tiempo que llevábamos en el coche, demasiado lejos para volver a pie. El anticongelante no paró de chapotear dentro de su recipiente hasta que finalmente nos detuvimos frente a una cancela. Accedimos a un aparcamiento subterráneo y abandonamos el coche a su suerte después de extraer las bolsas de comida de Gabriel, que aún contenían el pollo reseco junto con otros alimentos basura y una bolsa adicional con herramientas para el automóvil que me ofrecí a transportar.

Desde el aparcamiento se accedía por un ascensor hasta la salida principal del edificio donde nos encontramos con algunos vecinos que se nos quedaron mirando. Supongo que ver salir de su edificio a dos hombres desconocidos (con nuestro aspecto) y cargados de bolsas no les inspiró demasiada confianza. A mi estrafalario y cochambroso atuendo había que sumar la imagen de Gabriel, que suele vestir ropas oscuras y holgadas para disimular su cuerpo piramidal, aderezándolas con insólitos complementos como gorras y riñoneras, lo que le confiere el aspecto de alguien que oculta algo. Nos alejamos de allí y recorrimos unas avenidas muy amplias que conectaban con algunos edificios de oficinas. A esas horas de la tarde el lugar estaba desolado, no nos cruzamos con nadie por las aceras aunque junto a ellas, en los coches aparcados, vimos algunos hombres sentados tras el volante, inmóviles.

Como no sabía donde estábamos me límité a seguir a Gabriel que aseguraba conocer el camino de vuelta. Llegamos a una especie de autovía y remontamos su curso por una camino lateral. Era una larga pendiente que nos llevó mucho tiempo recorrer con nuestras herramientas, la comida y el pollo al paso cansino de Gabriel. Los pasajeros de los autobuses verdes que conectan la ciudad con el extrarradio miraban con curiosidad nuestra extraña procesión vespertina mientras el sol comenzaba a declinar haciendo más irreal la escena.

Atravesamos varios puentes sobre los trenes de cercanías y las fábricas abandonadas, hasta llegar a una especie de polígono industrial donde encontramos varios concesionarios de coches, un cementerio de camiones de la basura y una estación de transformadores eléctricos. El trayecto terminaba en un camino de tierra que rodeaba un parque desierto describiendo una amplia curva que desembocaba en un paso elevado sobre una gran autopista. Al cruzar el estrecho puente de pronto se hizo de noche y Gabriel reconoció que estábamos perdidos.

El teléfono móvil de Gabriel se había apagado espontáneamente después de hacer una foto, con la batería agotada, en un punto de nuestro camino, y el mío se había quedado en casa. Decidimos avanzar entre los edificios en una dirección que consideramos aproximadamente paralela a la autopista que pronto perdimos de vista. Cuanto más andábamos más oscuras parecían las calles, algunos lugares me resultaban remotamente familiares, como si los hubiera visto hace mucho tiempo o en algún sueño.

Después de un largo trayecto (llevábamos horas andando y Gabriel no podía más) las calles desembocaron en un camino de tierra que atravesaba un descampado. Allí nos cruzamos con varias mujeres vestidas de negro y tras unos minutos llegamos a una oscura travesía en forma de arco que bordeaba la zona posterior de un polideportivo fantasmal y que nos condujo, finalmente, de vuelta a la civilización, con nuestro pollo.

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