jueves, 16 de agosto de 2018

Montaigne, ensayo de la flojera

Michel de Montaigne nunca se consideró escritor o filósofo pero ha pasado a la historia como el creador del ensayo literario. Cuando nació, en 1533, su padre, que era alcalde de Burdeos, reunió un consejo de amigos humanistas para planificar su educación. Se decidió entonces que abandonara el castillo familiar para ser enviado a la cabaña de unos humildes carboneros, en la que sería criado con austeridad y sencillez. A los tres años volvió al castillo donde se le asignó un tutor alemán que no hablaba francés y que educaría al niño en latín. La familia y el servicio fueron adiestrados para dirigirse al pequeño Michel exclusivamente en esta lengua, que era el vehículo de todo el saber de la época. El objetivo era inculcarle el gusto por el conocimiento sin forzar en lo más mínimo su espíritu, sin someterlo a una férrea disciplina, como era costumbre entonces, y dejarle que siguiera sus propias inclinaciones. Se llegó al extremo de contratar a unos músicos para que cada mañana lo despertaran con suaves melodías y evitarle así cualquier sobresalto que pudiera perturbar su formación.

Esta educación imprimió en el niño grandes dosis de libertad de pensamiento y espíritu crítico pero también lo convirtió en un gran flojo. Él mismo reconocería más tarde su tendencia a la indisciplina, la pereza y la desidia. Unos años después, cuando fue enviado a la escuela de Burdeos, encontraría insoportable la rigidez académica, le abrumaba tener que sobrecargar su memoria con volúmenes enteros de lo que él consideraba cultura muerta. Abandonó la escuela antes de tiempo pero, por su cuenta, ya había empezado a descubrir los grandes poemas, las memorias y los dramas de los clásicos, que leía en su lengua original. Más por la influencia de su padre que por vocación propia, terminó estudiando leyes en la universidad, fue magistrado y participó en la política doméstica de su ciudad.

A la muerte de su padre se vio obligado, además, a hacerse cargo del castillo, las tierras, el negocio y la familia. No se le daba muy bien, él mismo reconocía su incompetencia como terrateniente, marido y padre. Todas estas responsabilidades pesaban de tal modo en el laxo espíritu de Montaigne que, a los 37 años, abandonó sus cargos públicos, delegó la administración de su hacienda y se recluyó en una torre del castillo familiar. Había decidido pasar allí, con la única compañía de sus libros, los últimos años que le quedaban de vida. En la pared de su biblioteca podía leerse la siguiente inscripción: "El año del Señor de 1571, a la edad de 37 años, en la víspera de las Calendas de marzo, día de su cumpleaños, Michel de Montaigne, cansado desde hacía largo tiempo de su servicio de esclavo en la corte y de las cargas de sus responsabilidades públicas, pero todavía en plena posesión de sus facultades, decidió descansar en el regazo virginal de las musas. Aquí, tranquilo y oculto, cumplirá el curso decadente de su vida, cuya gran parte ya ha pasado, si el destino le permite conservar esta residencia y el sereno lugar de descanso de sus padres. Ha consagrado este espacio a la libertad, la tranquilidad y el ocio". Todos los cobardes y flojos de espíritu le admiramos por hacer algo así. Por eso Montaigne es nuestro ídolo y santo patrón.

En la torre nuestro héroe se consagró a la lectura pero tampoco en eso demostró gran disciplina: si un libro no le entretenía o le exigía algún esfuerzo, lo abandonaba inmediatamente. En ausencia de otra compañía empezó a establecer con los libros una especie de diálogo, acotando en los márgenes de las páginas las reflexiones que los textos le suscitaban. Cada vez más numerosas, acabó reuniendo sus anotaciones en los volúmenes que finalmente compondrían sus célebres ensayos. En ellos se pueden encontrar todo tipo de pensamientos desordenados, repletos de citas, con un único hilo conductor: la reflexión en torno a su propia persona.

Pero sus cálculos fallaron porque después de diez años en la torre seguía vivo aunque algo acartonado. Así que decidió abandonar sus estancias, el castillo e incluso la patria para iniciar un viaje sin rumbo fijo, que le llevaría por varios países europeos. La fama de sus ensayos, que había publicado antes de partir, le alcanzó cuando estaba en Italia. Sus paisanos de Burdeos lo aclamaban, reclamando para Montaigne el puesto de alcalde. Muy a desgana, ante las presiones reales regresó al castillo y aceptó el cargo, aunque advirtió a sus conciudadanos que no invertiría en su desempeño tanta energía como su padre. Genio y figura. Parece que, a pesar del poco tiempo que dedicaba, no lo hizo tan mal, los habitantes de Burdeos lo apreciaban. Hasta que un aciago día surgió en la ciudad un brote de peste. El alcalde, mostrando una vez más su debilidad de ánimo, huyó a toda prisa dejando el castillo y Burdeos abandonados a su suerte y ganándose el desprecio del pueblo.

A todos aquellos que sientan interés por el personaje les recomiendo el ensayo que Stefan Zweig le dedicó, justamente, al creador del ensayo, escrito durante su exilio en Petrópolis. Además de un gran intelectual, Zweig es el Forest Gump de la cultura europea y, no precisamente, por su falta de inteligencia. Como se puede apreciar en su magistral libro de memorias, "El mundo de ayer”, al igual que ocurría con el personaje de la película, su peripecia vital siempre lo colocó en el centro de los acontecimientos clave de nuestra historia reciente. Además, es uno de los gafes más notables de la literatura. Una extraña maldición acompañó a su carrera teatral: varios artistas del mundo escénico pasaron a mejor vida al intentar representar sus dramas. Zweig conoció a los personajes más notables de su época y fue testigo de todas las calamidades que azotaron al mundo durante el siglo pasado, que le persiguieron de país en país y de exilio en exilio hasta que, finalmente, se quitó la vida en Brasil, convencido de que los nazis dominarían el mundo.

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