miércoles, 27 de junio de 2018

La ley concursal

Cuando tenía siete u ocho años, en mi colegio se organizó un gran concurso de dibujo en el que debían participar todos los niños de mi curso. Durante un tiempo, los dibujos presentados serían expuestos en los pasillos del colegio, antes de que los ganadores fueran elegidos.

Entonces no lo sabía, pero estaba a punto de embarcarme en una absurda aventura, una travesía por el desierto que duraría años y no me conduciría a ninguna parte.

No recuerdo exactamente qué dibujé, me viene a la cabeza algo vagamente parecido a un ciervo, pero fue mi mejor dibujo, surgido del papel como por arte de magia sin el menor esfuerzo. Ya me veía catapultado a las cumbres de la popularidad en el colegio, en aquella comunidad infantil altamente jerarquizada, gracias al prestigio obtenido en el concurso.

El caso es que el dibujo desapareció misteriosamente. Lo busqué por todas partes pero no lo encontré, así que en el último momento tuve que presentar otro. Intenté que fuera exactamente igual, pero, para mi desolación, toda la fuerza y la armonía del primero se tornaron en torpeza y tosquedad en el segundo.

Aunque no todo estaba perdido, porque resultó que el jurado que debía elegir a los ganadores estaría compuesto por un grupo de alumnos del último curso y la diosa Fortuna me concedió que uno de los miembros fuera mi propia hermana, que estudiaba en el mismo colegio. Mi madre, consciente del afortunado giro de los acontecimientos, dio las oportunas instrucciones a mi hermana, que debía votar por mi obra y convencer al resto del jurado.

Nada podía fallar, pero el día que el jurado se reunió para revisar los dibujos, mi hermana fue incapaz de encontrar el mío entre los centenares expuestos y así terminó todo. Aunque sólo era el principio de la historia.

El mismo colegio fue testigo del segundo episodio unos años más tarde. Se había convocado un concurso de carteles con motivo de la celebración de los carnavales. Se me ocurrió dibujar una gran mano cuyos dedos eran personajes ataviados con distintos disfraces: un pirata, un mago, una princesa...

Cuando me declararon ganador pensé que el destino me había compensado por aquel disgusto de la infancia. Como premio, me entregaron unos libros de la colección "El Barco de Vapor". Yo estaba tan contento.

El día siguiente, durante la clase de ciencias sociales, el profesor comenzó a hablar de mi cartel. Qué bonito detalle, pensé yo, que quiera comentar mi victoria con todos mis compañeros, quizás incluso me aplaudan. Pero lo que hizo mi profesor de sociales, al que recuerdo con gran simpatía, fue acusarme de plagio. Según él, existía un libro de texto de los cursos inferiores cuya portada era idéntica a mi cartel. Mi reacción fue la parálisis y el estupor. Era inocente, ni siquiera conocía el libro de la discordia, pero no fui capaz de articular una palabra en mi defensa, lo cual fue interpretado por mis compañeros como la confirmación de las acusaciones y comenzaron a mofarse alegremente.

Unos años después, cuando ya estaba en el instituto, se convocó un concurso de murales para decorar la pared que nos separaba del mundo exterior. El día señalado elegí un trozo de muro y comencé a pintar un enorme "NO" en caracteres metálicos. Los demás participantes eran amantes de la cultura hip-hop que estampaban sus retorcidas firmas en la pared con espráis de pintura y me miraban atónitos, mientras sentaba las bases de mi obra con líneas rectas y circunferencias, trazados con la ayuda de tizas y cuerdas.

El jurado revelaría su fallo durante las fiestas del instituto. Esa tarde instalaron un escenario en el patio y tocaron varias bandas de rock del barrio. En mitad de una actuación, el profesor que presidía el jurado me convocó detrás del escenario para hablar conmigo. Estábamos justo detrás de la batería, por lo que le escuchaba con gran dificultad, pero logré entender que no me podían declarar ganador porque se trataba de un concurso de grafitis y yo había elaborado mi mural con brocha gorda y botes de Titanlux. Recuerdo como algo mágico que justo en ese momento al batería, en pleno trance thrash metal, se le escapó una baqueta que pasó volando a nuestro lado.

Unos días después me enteré de que había pintado mi mural justo encima de un grafiti que llevaba varios años en aquella pared y que resultó ser obra de un grafitero furibundo. Pintar encima de un grafiti suponía una gran afrenta y ahora me estaba buscando por todo el barrio. Así son las cosas...

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