sábado, 23 de junio de 2018

Animales deficitarios

Hace poco perdí las llaves de casa y me llevé un gran disgusto. Me quedé parado en el portal, buscándolas, sin poder entrar. Mi mente se proyectó hacia el futuro y concibió, en un instante, un universo de calamidades.

Me veía pasando las noches en vela, sobresaltado ante el menor ruido, víctima de alucinaciones acústicas surgidas entre el sueño y la vigilia, esperando que en cualquier momento alguien entrara en casa con las llaves extraviadas. Al final tendría que cambiar la cerradura, con el consiguiente desembolso, pero seguiría sin dormir ante la posibilidad de que el siniestro cerrajero que instalara la nueva se guardara un juego de llaves.

Mientras mi mente divagaba especulando con estas y otras posibilidades del mismo tenor, volví a palparme y encontré las llaves en el bolsillo donde las llevo siempre. Fue un alivio, claro, pero muy efímero, un instante después ya estaba preocupado por alguna otra cosa, y en ningún caso la alegría que experimenté podía compararse con el disgusto anterior. La vida cotidiana está plagada de situaciones similares, que producen un saldo negativo en nuestras emociones, una suerte de déficit emocional.

Podemos encontrar otro aspecto de este fenómeno en la transmisión de sensaciones. Cuando veo a alguien que está disfrutando de una comida apetecible, por ejemplo, una palmera de chocolate, no siento placer sino hambre. Cuando alguien ve pornografía (nótese el cambio de la primera a la tercera persona), el placer de los actores puede provocarle cierta excitación, pero sólo obtendrá placer si encuentra una manera de canalizarla. Si el observador no alcanza una forma de satisfacer el hambre o el deseo, el placer observado se puede convertir en frustración. En cambio, cuando contemplo a alguien que siente dolor, yo también lo siento. No sólo experimento malestar ante el hecho de que alguien sufra, sino un dolor físico genuino, en ocasiones tan intenso que tengo que apartar la vista. Esta conexión dolorosa se ve potenciada entre personas que comparten algún vínculo afectivo.

Algo parecido pasa con el deporte. Ver a mi equipo perder me puede hacer sentir mal. Sin embargo, cuando lo veo ganar me resulta difícil sentirme identificado y sólo entonces se me presenta con claridad la impostura de la situación. Los jugadores son triunfadores, ellos son jóvenes, ricos y guapos; yo soy una persona sentada en un sofá. Es un juego en el que el espectador sólo puede perder.

Todo ello contribuye a aumentar nuestro déficit emocional, pues nos obliga a cargar con el sufrimiento propio y el ajeno, mientras que el placer y la alegría de los demás apenas nos procuran consuelo. Y con el tiempo nos acabamos convirtiendo en los animales tristes y deficitarios que somos.

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